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viernes, 20 de febrero de 2015

Dragones y mazmorras.

Siempre supe que llegaría el día en que tendría que enfrentar mis fantasmas como no supe hacer con aquellos dragones. Imaginaba mil formas de contar a mi hija el secreto que me acompaña desde niña. Siempre creí que confesar y tener en quién depositar este dolor sería la única forma de purgar aquel pecado. No hay madrugada que no despierte pensando en ello. No hay noche en la que no me venza el sueño preguntándome por qué lo hice, por qué la traicione, por qué la guíe de la mano hacia el borde mismo del precipicio, de qué manera fue mi mano la que suavemente la empujó, con qué autoridad corté el levísimo lazo que la mantenía unida a la vida. Yo estaba muerta de miedo en la oscuridad de un mundo de adultos. Sé que será inútil poner palabras a aquellos días, a aquellas horas que repasó una y otra vez sin descanso. Qué podía hacer con apenas seis años. Cómo iba a medir las consecuencias de mis palabras. Cómo podía calcular el desastre que vino después si lo único que hice fue responder a una pregunta de mi padre. Qué sabía yo de los mayores. Hoy sé que mi madre era incapaz de hacer nada de lo que decían sobre ella. Mi madre que sólo era un animal asustado y perdido entre aquella maraña de brazos y piernas. Soy la única culpable. Yo maté a mi madre.
Cuando nació mi hija Clara, me convencí de que ella era el único canal para conseguir el perdón de mi madre. Sé que Clara me ayudará a restañar esta herida, a descargar esta culpa, a empezar a olvidar la forma en qué quebré el pacto invisible que había entre nosotras.
El poder de la belleza. Carmen se llamaba mi madre y era por definición una mujer de bandera. Había sido el bebé más hermoso, la niña más guapa de la aldea y por derecho se convirtió en la joven más bonita. Su belleza era tan extraordinaria que hacia vulgares al resto, a todas las demás sin excepción, no sólo a las que eran agraciadas sino incluso a las que eran guapas. Sobresalía por bella e inteligente, por su conversación y su capacidad para escuchar. Era inocente y pura, inexperta y desconocedora de lo bueno y lo malo de la vida. En aquella rabiosa belleza radicaba su dominio, el magnetismo que ejercía sobre todos, hombres y mujeres. Ellos la admiraban y ellas la envidiaban. Sólo mi abuela era consciente de aquel poder que no había aprendido a manejar y que podía ser un problema. No había muchas opciones para una niña como ella en aquellos tiempos. Casi todas pasaban por ir de criada. Podías ir Oviedo, salir a algún lugar del extranjero donde desconocías el idioma y las costumbres o quedarte allí y que la señora de alguna casa grande te reclamará. A mi madre le hubiera gustado ser maestra como su amiga Rosalía que ponía clase en Bárzana, pero la comida en su casa era inversamente proporcional a las bocas a alimentar, así que cuando surgió la posibilidad de entrar a servir en casa de los Miranda, todos se alegraron de tener una ración más a repartir y de que se quedara cerca. Todos menos mi abuela que creía que en aquella casa había demasiados hombres y casi todos jóvenes. En un último intento de mandar algo sobre su familia, mi abuela sugirió que la chiquilla podía ir a aprender a coser con Zulima como primero habían ido otras. "Es un buen oficio" le susurró a su esposo como sólo ella sabía hacer cuando quería conseguir algo a pesar del cansancio y de aquel matrimonio ya tan largo, pero mi abuelo no consideró siquiera la posibilidad. Su suerte estaba echada y su belleza que debía de haber servido a su favor se convirtió en su mazmorra.
El poder del sexo. Tenía sólo quince años cuando entró en aquella casa, la más rica, la más grande. Decían que allí no se pasaba ni frío ni hambre nunca y donde vivían cuatro jóvenes hermanos. A fuerza de trabajo la niña se convirtió en una mujer cuyas formas fueron despertando los sentidos desbocados y casi salvajes de los hermanos Miranda. Sus brazos y piernas flacos como de araña se convirtieron en fuertes y bien definidos, sus muslos y sus pechos se rellenaron, sus caderas planas tomaron forma. Todo en ella paso de ser delicado y elegante a ser voluptuoso y sensual. Los cuatro mantenían distinta actitud hacia ella, una actitud que ella no acababa de entender. Ella no había hecho nada y, de repente, la flor que destacaba entre las otras se convirtió en el fruto más apetecible, en una bella mariposa que ejercía un efecto perturbador y enfermizo en todo aquel que posaba la vista en ella. No sabía nada de la vida, apenas lo que oía contar a las mujeres en el río cuando bajaban a lavar la ropa, entre risas y bromas. Las más atrevidas dejaban caer comentarios subidos de tono, pero ella aún no conocía la fórmula para que aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos adquiriesen formas redondeadas en primavera y aparecieran luego cargando seres diminutos que exigían pecho a demanda. Desconocía todo acerca del poder del sexo, poder que poseía sin haberlo ambicionado. Los hijos del amo pronto la tuvieron en su punto de mira. Empezaron cortejándola cortésmente, dedicándole requiebros y bromas bien intencionadas. Pronto cuando la verdadera personalidad y naturaleza de los hermanos fue aflorando como el mar embravecido que tenían dentro, uno de los hermanos se desmarcó del resto. Mientras los otros comenzaron un acoso asfixiante y siguieron con miradas groseras que llegaron a hacerla sentir sucia y vulgar. No la dejaban respirar. Tomás, el que sería mi padre, tomó la decisión de sacarla de allí, de alejarla de aquellos brutos que eran sus hermanos, pendencieros y borrachos. Dijo a mis abuelos que se casaban y se iban. La salvo, aunque sólo de momento. Mis padres vivieron en Mieres seis años de plácido espejismo. Sobrevivían como matrimonio gracias al profundo respeto y amor que se profesaban pues la belleza de mi madre en lugar de comenzar a marchitarse había crecido exponencialmente y ejercía un efecto devastador entre la mayoría de los hombres. En Mieres, fruto de aquella pareja apasionada, nací yo. Durante aquel exilio voluntario mi padre apenas mantuvo contacto con su familia, pero cuando mi abuelo enfermó y nos reclamó a su lado, volvimos. El tiempo había puesto a cada uno en su sitio y el abuelo sabía que lo único capaz de conseguir que su menguada fortuna por la mala administración de sus otros hijos no se fuera por el desagüe definitivamente era conseguir que Tomás, el buen hijo y entregado padre, el fiel marido e intenso amante, regresara a casa y tomara las riendas a sabiendas del peligro que eso suponía para Carmen que nada más poner el pie en la aldea volvería a convertirse en la presa que nunca había dejado de ser.
El poder del miedo. Regresaron y, como la niebla, el miedo comenzó a enraizar entre nosotros, cubriéndolo todo. Mis tíos espiaban cada paso de mi madre que se había convertido en su obsesión. La seguían a la fuente. La buscaban en el río donde madres e hijos se bañaban juntos cada tarde de aquel verano. La desnudaban con sus miradas sucias tan parecidas a la limpia mirada de mi padre. La abusaban sin tocarla con sus manos capaces de hacer daño que tanto recordaban a las fuertes manos de mi padre. La violentaban rozándola a cada instante con aquellos cuerpos de espaldas tan iguales a las de mi padre. Ella se instaló en el miedo. Miedo a estar sola. Me llevaba con ella a todas partes. Miedo cuando tendía, cuando lavaba, cuando planchaba. Espiaban hasta la pequeña gota de sudor que caía recorriendo su perfil hasta alcanzar cada prenda que planchaba. Aquel verano fue infernal. ¿Nadie veía lo que estaba pasando en aquel territorio hostil? No lo sé, yo vivía descubriendo libélulas y luciérnagas, soplando dientes de león y persiguiendo mariposas. Todo era nuevo para mi. Mientras, los focos interiores de mi madre comenzaron a apagarse en fases, como lo hacen las luces de un teatro y se quedó a oscuras. Cuando mi padre, al finalizar agosto, le dijo que no podían volver a Mieres, ella resolvió con el maestro que yo empezaría allí a la escuela. Y aquel encuentro fue su condena a muerte. Alguien contó que había visto a mi madre hablando en la fuente con un hombre. El resto de la historia la aderezaron mis tíos. Sin ninguna vergüenza manipularon la versión y cuando mi padre me pregunto si mamá se veía con d. Manuel yo simplemente dije que "Sí, muchas veces". Mi padre le dijo a mi madre que lo mejor era que se fuera del pueblo, que no se preocupara que iría a buscarla. Les pudo el miedo, el miedo a su padre, a sus hermanos a los que creía capaz de todo, el miedo al que dirán. El miedo y la calumnia. La dejó irse con una maletina de cartón, quedando atrás lo único que la mantenía viva, nosotros.
El perdón. Mi madre se suicidó. En la primera rama de árbol que encontró bajando por el camino que llevaba a la carretera general. La encontró Laudelina que iba al molino, dos días después, cuando todos pensábamos que estaba a salvo.
Voy a llamar a Clara, tengo que contarle todo esto. No sé sí será bueno. Creo que ha llegado el momento de reconciliarme conmigo misma, de perdonarme, de soltar lastre. Yo sólo era una niña que tiraba piedrinas en un charco. Yo que no vi nada, que ni siquiera fui capaz de inventar nada, porque mi madre era tan inocente como todos los demás fuimos culpables. FIN.



5 comentarios:

  1. Oleeee.. Me encanta. Eres buena, Bea, muy buena, contando historias. Un abrazo!!

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  2. ¡Gracias Abraham! no ye pa tanto, nos vemos el viernes.

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  3. Muy cuca. Nos enganchas con el priemr párrafo y luego tenemos que seguir hasta el final.
    Besos!!

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    1. jejejeje, ha quedado un poco largo, pero era un ejercicio de clase.

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  4. Me ha encantado. Siempre termino queriendo más.

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