Vistas de página en total

sábado, 16 de julio de 2016

Sumandos de una misma suma

Me desperté ayer con una herida abierta que sangraba por Niza. Sin palabras. Ciudadanos de a pie celebrando su fiesta nacional en una manifestación tan inocente como es contemplar en un paseo unos fuegos de artificio. No hizo falta más que un camión. Nada nuevo bajo el sol. Cualquier arma es buena para conseguir el fin buscado. Los cuerpos golpeando el asfalto de la vía. Los llantos de los niños, la mudez de los padres. Y de fondo, la explosión de luz y color de los fuegos. "Los mejores de la ciudad" habría dicho la prensa local al día siguiente, los últimos siempre son los mejores, sino fuera porque los titulares estaban escritos de antemano. El cielo se llenó de pólvora inocente mientras las aceras lo hacían de cadáveres. La obscenidad y la gratuidad de las imágenes. ¿Son necesarias? ¿Tenemos que verlo todo para alcanzar a creer cuánta maldad es capaz de concebir el hombre? Qué paradoja, una explosión festiva que disfraza, por un instante, la muerte y el terror. ¿Qué pensarían cuando vieron al camión abalanzarse sobre ellos? ¿Fueron conscientes de la catástrofe que se avecinaba? Y por otro lado, ¿cómo puede un camión entrar en el centro de la ciudad un día de fiesta y acceder a un lugar donde está tanta gente concentrada sin que nadie le dé el alto? Este es el terrorismo fuera de control, el del hombre anónimo que se radicaliza y no pierde nada, el del hombre que pasa a nuestro lado y nadie le conoce, ni le echa en falta. El terrorismo de una guerra declarada que golpea en el corazón mismo de nuestra forma de entender la vida y de vivir, de estar y de ser. Terroristas en mercados y plazas, en conciertos y cines,... Haciéndose explotar o explorando distintas fórmulas de hacer más daño, de herir más profundo, de prolongar la agonía y el sufrimiento.
Un terrorismo que no sólo golpea a Occidente sino que día a día, hora a hora, minuto a minuto suma víctimas en Oriente donde te matan por ir a la escuela o no ir, por ser mujer o ser hombre, por ser cristiano, musulmás, suní, chiita, kurdo, por tu color de piel, por ser soldado o por negarte a serlo, por tu profesión. Una forma más de globalización. Da igual el motivo, sólo cuenta el resultado. Muertos y más muertos, golpear donde más duele. 
Sólo puedo expresar mi dolor y solidaridad con las víctimas. Me niego a inmunizarme ante tanta locura. Vivimos en una sociedad que se desangra por muchos sitios, llena de grietas por las que en cualquier momento puede empezar a romperse definitivamente, a hacerse añicos de tal forma que la convivencia sea incapaz de recomponerse. Con una Europa resquebrajada que sufre el envite de horror, con la sinrazón y la perversidad reinando en todos y cada uno de los puntos del planeta (no sólo Europa). Pienso en cómo se pueden retorcer los mensajes para conducirnos directamente a la locura. Me apena profundamente que el miedo y el terror se instalen para siempre entre nosotros. Pienso en heridas que sin cicatrizar se abren una y otra vez, en semillas envenenadas que crecen asalvajadas contaminando lo poco bueno que queda en el mundo.
Me acosté ayer con una herida abierta que sangraba por Turquía. La misma sangre caliente que nos roba la vida al tiempo que abandona los cuerpos. Distintas realidades idéntico resultado. Muertos que suman en un total aterrador. Proyectos y planes, presente y futuro robados.
Niza y Turquía sumandos de una misma suma. Mañana serán otros, pero la vergüenza que sentiré por este mundo inhóspito será la misma que siento hoy.

domingo, 10 de julio de 2016

Estío.

Suena la noche, tras un día precioso, con aventura y desventura incluidas. Escucho lo que me dice su letanía de promesas y alguna que otra reprimenda. Mal uso que hacemos los humanos de este regalo infinito que es la tierra finita.
No es mi estación favorita el verano. Odio los mosquitos y aborrezco el calor, las rozaduras que aparecen por todas partes, las prisas de algunos por aprovechar hasta el último instante los rayos de sol, la obsesión de otros por el moreno. Hace tiempo que renuncie a sufrir por algunas cosas, aún así no me libro de alguna quemadura.
Pero me encantan el olor de la yerba recién segada, el compás de la gadaña en comunión con el segador cortando el silencio, las varas de hierba enhiestas y voluminosas cual comensales satisfechos y panzudos que desde los praos esperan su destino, curar y alimentar al ganado. La luz de las mañanas cuando aún está fresco y el levantar el día entre la niebla. La siesta sin límite ni prisas, con las ligeras cortinas de mi habitación movidas por la brevísima brisa que, de vez en cuando, aparece para aliviar la tarde en los días de sol y calor abrasador (que como las meigas haberlos haylos). Los atardeceres sobre las montañas renovando colores y sensaciones y el abrazo de las rebecas al refrescar. El sonido de los animales en la noche, el vuelo de las golondrinas enseñando a sus crías y entrenándose para partir en breve cerrando un año más su ciclo junto a nosotros. Las competiciones infantiles en el Reguerón en la pesca y captura de cabezones, ropa mojada y madres enfadadas, llenar los calderos, traerlos a casa, liberarlos de nuevo en la fuente. Esquivar las libélulas planeando sobre nosotras cuando equivocan su dirección y las luciérnagas indicándonos el camino de regreso a casa, las lagartijas tostándose sobre el calor de la piedra mejor situada y las abejas en su tarea incesante por la vida. Los voladores y las romerías, las orquestas de pueblo y las verbenas, bailes torpes de adolescentes de manos sudorosas, nervios y primeros besos, algunos robados y otros soñados. Besos que nada tienen que ver con lo que esperas, pero que, aún no siendo lo esperado, abren las puertas del cielo.
Leer a la sombra de un árbol, viajar sin moverme del huerto. Tomar sidra a asgaya, como "pa una boda", como si nos fuera la vida en ellos y no pensar en nada. Vaciar mi mente de crisis reales e inventadas, alejando las propias y las ajenas.


Me lleva a un tiempo, el de las largas vacaciones cuando todavía era estudiante, en el que la vida era más fácil. Solo había que preocuparse de vivir y de dejarse llevar, de planear cosas o apuntarse a las que otros planeaban. Hoy todo es distinto, por eso ahora, mientras escucho la noche y decido si dormir con la ventana abierta o abrigarme, solo puedo proponerme vivir este verano como si tuviera otra vez veinte años, como si fuera el último y como si conservará todas las ganas de comerme el mundo. Por cierto, ¿dónde se quedaron esas ganas?

miércoles, 6 de julio de 2016

Lola (Santorini, 1976)

Cuando Lola (1976, Santorini) nació, no lo hizo con ese nombre. Su madre una niña bien de casa mal, que de tanto darse ínfulas había perdido el Norte, decidió hacer un viaje a Santorini a dos semanas de la fecha prevista para el nacimiento. Desoyendo a su médico y acompañada de su pusilánime marido, nada más montarse en el avión empezaron los dolores de parto. Ella que toda la vida se había salido con la suya, se plantó en el destino elegido tras convencer a un pescador de que lo suyo era cuestión de vida o muerte, los barcos que hacían la travesía en aquel momento estaban amarrados por la amenaza de una tempestad. Así que, casi 36 horas despues de haber salido de la calle Independencia de Oviedo donde tenían su domicilio habitual, dos enlaces de avión, un autobús y el bravo movimiento de un oleaje de "agarrate que vienen curvas" Lola vió la luz nada más que su madre puso el pie en la isla en la que toda la vida había soñado casarse. Allí pasaron una semana refugiados en la casa de la comadrona del pueblo, que los acogió, sin poder poner un pie en la calle debido al temporal que había mudado el idílico lugar en auténtico averno. Insatisfecha la madre, amedrentado el padre que una vez más había permitido a la caprichosa de su mujer ganarle la partida y con un bebé que afortunadamente nació sanina pero con una mancha en la cara apenas perceptible y a la que no dieron importancia, inscribieron a la niña en la embajada española en Atenas porque ya que no podía disfrutar de su sueño insular, por lo menos se llevaba de allí una hija griega a la que bautizaron en San Juan del Real con el nombre de Sofía que por aquel entonces estaba muy de moda gracias a la recién estrenada Reina de España.
Sofía creció llamándose así, en un ambiente enrarecido por la ausencia casi permanente de su madre más preocupada de jugar al bridge en el Club de Tenis, tomar café en La Mallorquina y alternar en La Paloma y la presencia de un hombre desdichado por aquel amor tan fuerte que sentía por la hueca mujer que había elegido y que trabajaba de sol a sol por mantener el ritmo de vida que se habían impuesto y les rodeaba con una felicidad ficticia. Sin embargo, Sofía no tiene recuerdos negativos de aquella etapa. Su padre y sus dos abuelas la adoraban y hacían lo posible porque la niña no echará de menos nada ni a nadie. Al ritmo que crecía lo hacía la mancha en su cara. "Un angioma" le dijeron a su padre y a su abuela Elena cuando consultaron con el servicio de Plástica que apenas recién inagurado en el Hospital Nuestra Señora de Covadonga de Oviedo iba dando palos de ciego con todo lo que se saliera del manual.
Fueron pasando los años y la niña se hizo mayor. La mancha llegó a ocupar un tercio de su cara, sin embargo, la joven maduró como lo hacen las frutas convirtiéndose en una mujer apetecible a la que su imagen en el espejo devolvía a la realidad. Aprendió a relativizar la belleza y pronto descubrió que en esta vida hay muy pocas cosas absolutas. Nunca, nunca se quejó de que su cara no fuera tan guapa como el resto de ella, porque Lola era tan especial que a los cinco minutos de estar a su lado todo el mundo olvidaba la sombra que impedía brillar del todo su luz propia.
Estudio en el San Ignacio en Oviedo y fue al conservatorio, recibió clases de piano de la mano de Purita de la Riva y se fue a la Universidad de Salamanca a estudiar Bellas Artes. Durante su estancia en la ciudad castellena colaboró dando clases de escultura y cerámica a las internas en el Centro Penitenciario de Topas, siendo allí dónde conoció el auténtico valor del arte.
Un buen día, en una de las cada vez menos frecuentes visitas al piso de enorme pasillo que nunca fue su hogar y que al morir su padre se había quedado vacío del todo, su madre se la encontró y no la reconoció. Con los años habían ido cambiando las costumbres y la frivolidad de aquella mujer había ido bajando en intensidad. Solo se levantaba de la cama para ir a algún evento, pero la ciudad era cada vez más y más provinciana y la vida social se había ido marchitando al tiempo que su juventud. Sofía decidió entonces ante la presencia de aquella desconocida que la había ignorado toda la vida que era el momento de abandonar definitivamente el nido y se fue dejando atrás ningún recuerdo porque los que tenía con su padre ya hacía tiempo que habitaban en su corazón y todo aquello que en realidad no significaba nada para ella porque aquel nunca había sido su sitio.
Se cambió el nombre por el de Lola en honor a la canción favorita de su padre y se mudó a una aldea donde en un antiguo horno de pan hace piezas de cerámica que vende por los distintos mercados de la zona. En sus ratos libres gestiona una página web de coaching emocional. Muchas de sus alumnas son expresidiarias con las que es la segunda vez que se encuentra en esto del camino de la vida.

martes, 5 de julio de 2016

Un verano cualquiera para enamorarse...

 
De la tierra, de su energía y de su fuerza.
Del cielo estival azul rabioso y del gris invernal que también tenemos en verano.
Del sol y de su ausencia.
De los amaneceres y las puestas de sol donde sea que nos encuentren.
De la lluvia que limpia y del viento que desgarra con furia,
arrancado las ramas que me sobran.
De la piedra caliza, testigo impasible e impacable de mi vida.
De la mágica luz cuando se posa en ella.
De los Montes de Quirós, escenario de cuentos y leyendas.
Del bosque, laberinto de entradas y salidas con Minotauro propio.
De los árboles que esconden vida y protegen sueños.
De las manos cansadas de mi güelu Ludivino.
De su chaleco negro y su boina calada.
De unos bolsillos repletos de pequeñas sorpresas.
De las manos de anciana de mi güela Rosario.
De su vista cansada y su moño deshecho.
De su fragilidad quebrada por el tiempo.
De unos nietos pequeños, demasiado pequeños y de unos güelos muy viejos.
A ellos les debo en parte quien soy, lo que tengo, lo que siento.
Enfrentarme de niña a un dolor repentino, desconocido hasta entonces.
De las personas que me ayudan día a día a no perder el rumbo.
Y de quienes pretenden marcarme camino y ritmo,
estos tienen perdida la partida.
Del hombre equivocado o no,
cuando el corazón elige no hay sitio para errores.
De unas manos grandes y una sonrisa sincera.
De una mirada en la que leo promesas que no se van a cumplir.
De todas las mujeres hermanas, amigas, compañeras,
De cualquier iniciativa que signifique trabajar por mi tierra,
que no me vio nacer, pero me vio crecer,
a la que estoy enganchada para siempre
y a la que regreso una y otra vez
para encontrar consuelo,
para buscar mi paz
y para ser feliz.
De retos y proyectos que sean por y para la tierra de mis antepasados,
que supongan presente o futuro,
y que nos ayuden a preservar el pasado,
porque no perdamos lo bueno que aún tenemos.
Algún día le devolveré todo lo que me ha dado.