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domingo, 30 de agosto de 2015

VERGÜENZA

Siento VERGÜENZA, desde mi posición de privilegio con trabajo y techo, un plato de comida sobre la mesa y agua potable no sólo para beber, dinero de bolsillo y posibilidad de satisfacer casi todos mis caprichos (que afortunadamente no son tantos ni tan caros) Qué fácil es nuestra postura. Mirar para otro lado. No hacer nada. Cae muy lejos lo que ocurre en el mundo, que realmente no es mi mundo, desde mi cama caliente y protegida.
Siento VERGÜENZA, como europea, de que las carreteras de la Unión Europea se llenen de cadáveres en cámaras frigoríficas para pollos... Austria, hermosa e imperial. Hungría construyendo su propio muro. Alemania apedreando a los refugiados. España con su propia frontera vergonzosa y vergonzante. Francia sufriendo en sus carnes el ataque asesino de los terroristas. Sólo Grecia parece dispuesta a tender una mano a los que desesperados huyen de sus hogares en barcos de papel. Grecia, la malquerida, la maltratada, que lame sus heridas y las de los que llegan a sus costas.
Siento VERGÜENZA de que la guerra, cualquier guerra, se esté cobrando tantas, tantas víctimas inocentes que escapan dejando atrás sus raíces perseguidos por la intolerancia religiosa, por intereses económicos o políticos, rastreros e indecentes.
Hablan del mayor desastre humanitario desde la 2ª Guerra Mundial y yo me pregunto, avergonzada de pertenecer a la raza humana ¿Qué coño hace la comunidad internacional para no poner freno a este genocidio contra nosotros mismos? ¿Adónde está mirando? Mi amplitud de miras es tan corta que sólo me permite mirarme el ombligo. ¿Qué estamos haciendo con el mundo?


(Este texto se publicó en La Voz del Trubia digital como artículo de opinión el 29/08/2015)

Setiembre no cambiará nada.

¿Veis la lluvia? ¿la escucháis? Las nubes estaban jugando al pilla-pilla hace un rato en un increíble cielo azul y, de repente, algo ha pasado entre ellas. Se han enfadado. Todo se ha vuelto gris y ha empezado a llover con ganas. Como tiene que llover, con fuerza, que limpié la atmósfera y purifique el aire. Que nos prepare para que setiembre luzca todavía de verano, para recibir a la "rutina" también con sus novedades, los amigos tras las vacaciones, los antiguos amores y los nuevos, los reencuentros, los nuevos maestros de los niños, los planes viejos largamente pospuestos y los nuevos retos que tanta ilusión hacen. No sé que tiene setiembre que viene con el ánimo de darle la vuelta a todo, de poner nuestras vidas al revés.
Bendita lluvia, llévate todo lo malo de este verano. Ayúdanos  a recomponer las vidas de los que han sufrido que han sido tantos, tantos.
Ha sido un verano difícil. Muchas mujeres muertas, también niños. Una sola víctima a manos de aquellos que dicen que los quieren ya serían demasiadas. Pero y el Mediterráneo y las carreteras europeas plagadas de hombres y mujeres que huyen hacia sus destinos de exiliados, de refugiados, de ilegales intentando mejorar su realidad de nacionales de sus países? No me sorprendería empezar a ver cuerpos abandonados por las cunetas aprovechando la complicidad de la noche. El mundo se ha vuelto loco o somos nosotros los que nos hemos vuelto sordos, ciegos y mudos ante estas situaciones? Es un genocidio contra la propia raza humana. Si no encontramos un equilibrio, la posibilidad de paz, aunque sea un débil paz, una paz en pañales a la que cuidar como a un bebe. ¿Qué estamos haciendo como Humanidad? ¿Qué significa realmente la palabra Humanidad? ¿Dónde está el poder político para poner claridad al asunto? ¿Claridad? Ahhh no, aquí manda la economía de mercado, el neoliberalismo. Vale todo con tal de que lo mío no me lo toquen. 
Así, mientras los mercados están temblando por si China mueve un dedo, qué continúe el espectáculo. Que sigan matando sirios. Que  sigan secuestrando niñas para que sean esclavas sexuales de soldados de ejércitos sin bandera. Que sigan persiguiendo y degollando cristianos, quemando vivos a periodistas y grabándolo para que todo el mundo vea que en el cine se cumple aquello de "es tan real como la vida misma". Que continúen con el floreciente negocio del tráfico de personas. Que sigan dinamitando culturas. Acabemos con todo, total para qué seguir construyendo nada si todo ha perdido el valor, si es que alguna vez lo tuvo.
Robamos la infancia de los niños. Destruimos el futuro de los jóvenes. Condenamos a los viejos al desarraigo. No es un sueño de los viejos descansar junto a los suyos en su tierra? Y mientras tanto, sigamos mirándonos al ombligo.
¿Es este el precio de la globalización? Es muy alto, demasiado. Y si el mundo es global ¿por qué no buscar limpiar de escombros y cadáveres los cauces de la comunicación entre los pueblos? Si, claro, lo sé somos diferentes, pero ¿no hay nada ni nadie que nos una? ¿Qué haga confluir nuestras fuerzas en la consecución de un único objetivo? ¿No debería de ser la propia Tierra, nuestro hogar, la que sirviera de nexo, de cordón umbilical? Ay, la tierra, mi manzano agitado por el viento fuerte que junto a la lluvia ha traído la tormenta que se ha ido animando mientras yo escribía estas líneas. Ay, mis lágrimas y mi corazón maltrecho por el futuro que viene, por el dolor de tantos que no es mi dolor, pero si es mi pena. ¿Qué estamos haciendo si es que estamos haciendo algo?
La libertad se construye desde uno mismo, pero no tiene sentido sino se vive en comunidad, junto a los otros, en sociedad.
Y llegará setiembre y pasará. Un curso nuevo, las elecciones que seguramente solo pondrán de manifiesto el fraccionamiento de esta sociedad herida como las otras, vecinas, hermanas, tan cercanas. Y volverá agosto y otra vez a empezar. Y yo seguiré volando en mi alfombra mágica con esta Lola o con otra, frente al mismo humilde manzano (a salvo de que sus dueños verdaderos lo talen, que podría ser), pero seguiré usando la única herramienta que tengo para denunciar todo esto que tanto me avergüenza: la palabra y si es escrita, mejor. Que no me cierren la boca.

jueves, 20 de agosto de 2015

Alma y Pablo

Se cuela la luz por las rendijas de la persiana y llena de claridad la habitación que hemos compartido. Las cortinas la suavizan permitiendo ver su cuerpo en mi cama. Ya huele a café. Mi madre me ha regalado una fantástica cafetera de esas que programas el día antes y te hace un café rico, rico justo para el momento en que suena el despertador. Hoy es sábado y los fines de semana la alarma es olfativa, me despierta el olor del café. Me deslizo entre las sábanas en silencio para no despertarle y voy en busca de mi dosis. La necesito. Sin café no soy persona, sobre todo, por las mañanas. Me preparo uno en taza grande. Un café largo con un poco de leche, sin azúcar, amargo y caliente como el momento mismo que estoy viviendo. Me gusta el café caliente, muy caliente, que queme en la garganta el primer sorbo, que haya que esperar para tomarlo, que vaya enfriando mientras el calor se va transmitiendo de la taza a mis manos y el líquido va atemperando. Odio el café frío, como odio la comida fría.
Vuelvo a la habitación, las luces del día son cada vez más claras. Sus rasgos se van perfilando: su postura para dormir con los brazos debajo de la almohada, su perfil de nariz grande, su boca con esos labios. Nunca me han gustado los hombres de labios gruesos, ni los hombres especialmente guapos y mírame aquí liada con uno con una boca que muchas matarían por besar. Me gusta mirarlo cuando duerme. Su respiración se oye acompasada. Su sueño tiene la serenidad que lo caracteriza. Me aporta paz y tranquilidad, ha traído calma a este momento de tempestad y dolor. Acababa de llegar para sacarme del letargo en que vivía y ya está siendo el bálsamo que calma la pena de este tiempo. El lunes hará una semana que enterramos a mi abuela. Tengo que aprender a vivir con su ausencia, será duro.
Pienso en lo nuestro. ¿Debería decirle que se venga a vivir conmigo? Quizás debería de ser él quien sacará el tema. No sé, igual es un poco pronto. Sólo hace tres meses que salimos o ¿debería decir tres meses que nos acostamos juntos? Lo conocí en la presentación de la novela de un amigo común. Fue muy evidente que nos habían invitado para que nos conociéramos. Una encerrona de esas que, a veces, funcionan. No se equivocaron la verdad, conectamos rápido y hasta hoy. Lo que me extraña es que yo no hubiera salido corriendo, no me gustan nada esos rollos preparados. Cuando le dije mi nombre “Alma, me llamo Alma” el me pregunto “¿Sabes que los violines tienen alma?” y yo pensé “No, un músico no, por favor” pero al mismo tiempo mi sonrisa le decía que sí, que los violines tienen alma también físicamente y en mi opinión todos los instrumentos la tienen. Pablo no es músico, es traductor de profesión y creo que muy bueno porque tiene mucho trabajo. Es traductor y músico aficionado. Cuenta a quién le quiera escuchar que la música le salvo la vida cuando era un adolescente. La música evito que su vida fuera por otros derroteros, unos que está claro no eran para él. Una madre ausente que lo único que fue capaz de hacer por sus hijos fue inculcarles su amor por la cultura, marcó su infancia. Fue su abuelo el que harto de que su nuera no hiciera caso a los niños y de que su hijo escurriera el bulto viajando constantemente por motivos de trabajo unas veces reales y otras imaginarios, matriculo a los chicos en el Conservatorio. Los hermanos lo echaron a suerte, les pareció más divertido tocar distintos instrumentos, a Pablo le toco el violín, a su hermano el chelo y a su hermana, que lo que quería era ser bailarina, el piano.
Toca el violín por azar, podía haber tocado cualquier otro instrumento. Esos años de Conservatorio le sacaron de la calle y del ambiente asfixiante de una casa donde cada uno hacia lo que le venía en gana. La música fue su salvavidas, como lo es tantas veces para otros tantos niños. No era especialmente bueno, pero trabajaba mucho y bien, se esforzaba y obtuvo sus frutos. Más tarde en la Facultad de Filología conoció a Marta, su ex-mujer y Marta le ofreció lo que nunca había tenido: un hogar cálido donde ser feliz junto a la mujer que entonces creía amar y en el que criar a sus hijos. “Marta es la mejor exmujer del mundo mundial”, dice demasiadas veces. Quiere que los conozca, a ella y a los niños, pero yo creo que es mejor esperar un poco. Es difícil empezar algo y dejar fuera de tu universo de pareja recién estrenado al resto del mundo. Es difícil no, es imposible. Pablo y Marta estarán unidos para siempre por los niños. Mírame ahora, de repente, tengo un novio de bandera con dos hijos y una exmujer. Mi mundo se ha vuelto del revés. “¿No querías aventura Almita?” me dice mi padre “ Pues ahí la tienes, no te vas a aburrir” El amor es lo que tiene, cuando engancha lo hace así, sin tener en cuenta más que a dos personas, sin tener en cuenta lo que les rodea, lo que traen puesto de su vida anterior, lo que no quieren volver a ponerse, lo que desearían no haberse puesto nunca. Bueno yo sigo con lo mío ¿Quién debería proponer lo de vivir juntos? Dios mío, qué complicadas son las relaciones hombre-mujer o mejor, cómo las complicamos, con lo fácil que es pedir las cosas o decirlas sin más.
Me acercó a la ventana y miro hacia afuera ¿qué tiempo hará? El día del entierro el tiempo era tremendo. Unas horas antes tuvimos que subir a ver como sacaban al abuelo para hacerle sitio a ella. Llovía a cántaros. El enterrador recogiendo los restos en una caja de zinc y, bajo los paraguas, mi tía Maite, mi tía Mar y yo, testigos de la finitud de la vida. No somos nada. Me parece increíble que aquel hombre tan alto cupiera en una caja tan pequeña. Yo no acerté a mirar, así que en lugar de a mi abuelo igual metieron los restos de un bicho, de cualquier bicho que pasará por allí se cayese a la fosa y se muriera de inanición al no poder salir. Total qué más da.
Es tremendamente tierna la idea de que descansen en el mismo lugar para siempre. Cuando murió el abuelo, hace ya más de diez años, llevaban juntos más de sesenta. La abuela quererlo lo quería mucho, pero no se dio prisa para irse a acompañarle. Tampoco me extraña. Ella era mucho más terrenal y además le tenía un miedo horroroso a la muerte. Eso de no saber que había después no la convencía nada.
Atisbo entre las cortinas ¿Qué hace hoy mi vecino de enfrente? Yo que siempre he querido ver tejados desde una terraza, sólo veo aburridas ventanas iguales de un edificio idéntico al mío. Y en el mismo piso, a mi misma altura, hay un chico que vive solo y cada día sigue la misma rutina. Se levanta cuando yo. Abre la cama. Echa la ropa hacia atrás. Se va a duchar. Vuelve vestido. Hace la cama y sale a la calle. Camina siempre muy rápido. Cuando me cruzo con él, las pocas veces que lo he hecho, lleva unas extrañas e imposibles combinaciones de colores. Bueno no sé, es una apreciación personal, creo que tiene una extraña relación con la paleta de colores. Nunca lo he visto hablar con nadie, ni comprar en los comercios del barrio. Sale del portal, siempre se dirige hacia el mismo lado de la calle y cruza el puente. Qué raro se me hace verle cada mañana desde el otro lado de la calle y no saber nada en absoluto de él. Es una persona ajena a mi
¡Qué pocas ganas tengo de salir! Me quedaría toda la mañana en la cama. Leyendo o jugando con Pablo a lo que se nos ocurra, pero no, mi madre ha tenido la brillante idea de ir a limpiar el desván de la casa de los abuelos. “Ahora que la abuela ya no está, hay que hacer mudanza”. Mudanza de objetos y de sentimientos “No vaya a ser que la pena se quede mucho tiempo”, dice mi madre, que es muy práctica y conocedora de que el tiempo a cierta edad carece de un valor relativo, deja de darlo Dios de balde para convertirse en un bien escaso. No tiene muchas ganas de hacer un duelo largo. Yo creo que era mejor esperar un poco e ir dejando reposar las cosas. Estoy convencida que nada más apoyar la escalera en la trampilla de acceso al desván, en cuanto asomemos la cabeza, mejor dicho asomé la cabeza, porque seré yo quién suba, entre las telas de araña y el polvo acumulado, todo volverá a brotar en nuestros corazones tan lastimados, saltarán en mil pedazos los ánimos y estallarán las emociones.
Ni mi madre, ni yo estamos preparadas. Mira que es necia y pesada la tía. Diez años la abuela con nosotros, viviendo en mi antigua habitación de niña y en todo este tiempo nadie se acordo de la vieja casa, que no la han abierto ni para ventilarla. Una casa con sótano y desván por lo menos tendrá una colonia de ratones campando a sus anchas. Creo que sólo han ido a buscar algún papel cuando se necesitaba y no lo encontraban entre las toneladas de cosas que se trajo cuando se fue a vivir con mis padres. Toneladas y digo bien que hubo que habilitarle la sala de estar para que colocará todos los recuerdos sin los que según ella no podía vivir, si hasta se trajo las portales que conservaba de cuando el bisabuelo trabajó en la construcción del Canal de Pánama. Mi abuela era una mujer de carácter, muy extrovertida y divertida, a veces incluso demasiado atrevida teniendo en cuenta la edad y la época que le toco vivir. Atesoraba recuerdos y le encantaba contar historias de otras vidas. Era una fantástica contadora de historias, nunca sabías si lo que contaba era cierto o no. La voy a echar mucho de menos.

jueves, 13 de agosto de 2015

Al alba, Alba.

"- ¿Y se tarda mucho en ser mayor?"
Guille en "Un hijo" de Alejandro Palomas.



Amanecía pronto o, quizás, ni siquiera anochecía. Era tal la emoción por la fiesta que puede que ni siquiera durmiéramos. No lo recuerdo bien. En aquella pequeña habitación que compartíamos con mis padres, nosotros dos en las literas, mi hermano dormía siempre arriba. No me importaba, sigo sin ser mucho de alturas. No me gustan ni para los tacones. Prefiero tener los pies cerca del suelo aunque luego me pasé el día a día viajando en una alfombra voladora.
Amanecía pues y, si había suerte, el sol se decidía a salir. El sol que anunciaba a muchos peregrinos y romeros que no tenían excusa para no acercarse y era el presagio de que nos encontraríamos todos al pie de Alba, frente a la Virgen. Todos éramos los hermanos de mi padre y mis primos. Yo no recuerdo a los abuelos en Alba. Se fueron muy pronto. Siempre es pronto para los que queremos. Aunque tampoco recuerdo si los quise. No tuvimos tiempo. Los quiero ahora. Los abuelos, a pesar de que faltaban, habían conseguido, hasta que se rompió la baraja, que sus hijos mantuvieran la tradición de comer juntos en la pequeña cuadra de Rellampo, cuando todas las familias tenían cuadras, no cabañas. Sí, no creáis que en Alba siempre hubo agua o baño, chimeneas con las que calentarse o cocinas donde cocinar. Eran cuadras y, en ellas, el resto del año dormían los pastores. Neños y neñes en su mayoría, que subían a cuidar el ganao mucho o poco, que tuvieran sus padres, a buscar o a curar una vaca que se hubiera mancao o un potro que hubieran empezado los lobos o a trabajar los campos. Sí, porque muchas de estas tierras eran campos de pan y de patatas. Y dormían allí, sí, pero no como ahora, dormían al calor que desprendía el ganado, sin luz y pasando miedo, sobre todo, miedo. Eso nos contaba mi tía Domitila que era muy medrosa, pero realmente no tanto. Y llevaban un bocado para echar el día, un poco de pan y una hebra de tocino si había suerte, desayunaban la leche que buscaban y bebían agua de una fuente, pero esa es otra historia.
Amanecía y entonces, cuando la luz empezaba a colarse por las rendijas de los ventanucos dejándonos ver las diminutas motas de polvo en suspensión, al despertar de los gallos se unía el ir y venir de hombres y mujeres aparejando los animales para que fueran éstos los que cargaran con la comida que íbamos a compartir arriba. Los días antes, las mujeres realizaban una inmensa tarea de valor incalculable. Amasaban y hacían un pan de escanda escandaloso, oscuro, sabroso y tierno. Preparaban tartas y casadielles de avellanas, nunca más he comido ninguna como aquellas. Guisaban corderos y cabritos a la luz miserable de 125 que teníamos entonces o a la de las velas cuando la música de la verbena de la víspera hacia saltar los plomos de todo el pueblo. Hacían tortillas tan amarillas que hoy nuestros niños las mirarían asombrados del color. Preparaban manteles que luego extenderían sobre los prados y poblarían con todos aquellos alimentos hechos con tanto amor y tanto mimo y que probaríamos, compitiendo a ver cuál de mis tías lo había hecho todo más rico. Mi madre nunca entró en esa competición por ser la única de fuera, pero para mi padre siempre ganaba ella. Y hacían café, dulce, muy dulce al que añadían un chorro generoso de anís o de coñac con el que llenaban termos que perdían y, si había suerte, nos dejaban probar aquel líquido negro que caliente nos permitía colarnos por la puerta de entrada al mundo de los mayores, al menos, un instante. Y llevaban platos y pocillos de verdad, de cristal y porcelana y cubiertos, puede que venga de ahí mi profunda aversión a los platos y cubiertos de mentira.
Amanecía y, sin que nos diera tiempo a nada más que a mirar el trajín de los mayores, llegaba la hora de salir camino arriba hacia Alba. Con suerte los pequeños más valientes irían montados en las caballerías solos o con los abuelos que subían orgullosos a sus nietos, hasta la poisa de La Canga donde los caminos de Las Vallinas y de La Villa se unían para continuar en uno sólo pedrera machaculos arriba hasta llegar a la Chinar donde parar y beber un poco, sólo un poco, de aquella agua tan fría y desde donde ya alcanzábamos a tocar con las manos las tres cruces y la pequeña ermita que era nuestro destino. Y una vez allí, desde donde extiende la Virgen su azul manto para cubrir el Valle y cobijarnos, acudir a Misa, un año tras otro, viviendo una historia que ha ido repitiéndose hasta  llegar a hoy, donde nada es igual, ni parecido, tan sólo la devoción de los más viejos.
Y, sin querer, ni darme apenas cuenta, me hice mayor y, de repente, comprendí que aquello que guardaba mi memoria no eran más que recuerdos. Vivencias de un tiempo que no volverá y que cada agosto pesa más por las ausencias, por la distancia insalvable entre el ayer y el hoy, por las tradiciones perdidas que mantenían vivos a aquel tiempo y a los nuestros. Pesa tanto que es capaz de doblar las vigas que sustentan mi vida. Y llueve y la lluvia se confunde con mis lágrimas que nublan mis recuerdos. Por Dios, ¡qué pase pronto agosto!

martes, 11 de agosto de 2015

Mis compañeros de este viaje.



Dicen que si no puedes viajar eches tu tiempo en la lectura. Y aquí estoy yo de vacaciones en una aldea inhabitada, instalada sobre una alfombra mágica de 1,35x2 metros que junto a la ventana de mi habitación me permite recorrer todos los paraísos existentes fuera de este mío particular y único. Una manera de viajar, en el tiempo y en el espacio, vertiginosa que me lleva de los páramos de Yorkshire a resolver un crimen en las calles de Azaría, un pueblo pacense imaginario, pasando sin tránsito aparente del aprendizaje de una niña que empieza a leer a la inocencia de Guille, el personaje de Alejandro Palomas que nunca habla de su madre. Una forma única de experimentar pasiones y venganzas, odios y amores desesperados sin necesidad de moverme de encima de mi alfombra. Viajar de cualquier forma, sin arreglar y en pijama, con una taza de café en la mano y fumando un cigarrillo si lo hiciera, sin equipaje. Huir. Huir del miedo y de la soledad, de la inseguridad y del futuro. Escapar buscando esperanza en otras vidas que se hacen reales en las letras y las palabras que expresan otros, los autores noveles o consagrados, bendecidos por la capacidad inagotable para hacernos soñar y elevar el vuelo sólo con sus palabras.
Pero, en realidad, no voy sola en esta aventura. Me acompaña Lola que cuida mi vigilia. Mi fiel y excepcional Lola (que tiene tanto de gata, como de humana) que ha encontrado en el alféizar de la ventana el mejor lugar para ver pasar el mundo y tomar el sol. Desde este sitio intenta mantener el equilibrio entre lo que es y lo que querría ser su tontísima ama. Mientras yo leo, ella observa atenta el arco iris que un cd le regala desde la huerta de al lado: naranja como la luz del atardecer y verde como los ojos esmeralda de un primer novio, azul como el cielo de los larguísimos días estivales  y violeta como el vestido que llevaba la primera vez que nos vimos. El cd nos lanza mensajes subliminales en forma de colores engañosos que despiertan mis recuerdos, la silueta de la Peña de Alba se recorta en el horizonte y nos indica nuestro próximo destino y un manzano nos muestra el devenir cadencioso de las estaciones. Ese es mi otro compañero: un árbol, uno cualquiera, un humilde manzano en este caso. Yo quisiera que fuese un árbol con la copa redonda y muy frondosa, sujeta por fuertes ramas sobre las que poder construir una cabaña. Tener una casa en un árbol, entonces que el árbol fuera un haya, y esconderme allí en tus brazos, abelugar nuestra historia inexistente, encontrar cobijo en tus abrazos y criar mi estirpe, nuestra estirpe. La que no tendremos, la que no tendré. Un castaño que albergue una familia de ardillas en constante movimiento, subiendo y bajando, recogiendo frutos para la despensa del invierno. Qué largo es el invierno para quién espera una primavera que no llega. En realidad cualquier árbol me vale o, mejor, un bosque para jugar contigo al escondite y encontrarte detrás de cada sombra, en cada claro, en cada manantial y enraizarme tan fuerte en tus sueños que no fuéramos nunca más el uno sin el otro.
Así que viajo en una tabla a la deriva por el mar, en una alfombra voladora sobrevolando el desierto, a expensas de furiosos vendavales o del asfixiante calor que oprime mi pecho, acompañada siempre, nunca sola del todo, junto a Lola, un árbol, el que sea y un viejo diccionario escolar abandonado tras el curso y rescatado de la basura o del fuego de San Juan o de una condena perpetua en una estantería, entre polvo y otros libros que nadie lee. Viajo y sueño. Sueño con tus ojos oscuros que sonríen, con tus besos prohibidos, con tu presencia y, mientras tanto, leo y va pasando el tiempo.
Yo me pasaría la vida aquí, mirando desde mi ventana, contando las hojas de los árboles, comiendo manzanas verdes que saben a madera, viendo a las arañas tejer indolentes sus débiles pero elásticas telas y contando los nudos de las vigas que sostienen mi vida. Vigas que a menudo se curvan con la pena.