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jueves, 13 de agosto de 2015

Al alba, Alba.

"- ¿Y se tarda mucho en ser mayor?"
Guille en "Un hijo" de Alejandro Palomas.



Amanecía pronto o, quizás, ni siquiera anochecía. Era tal la emoción por la fiesta que puede que ni siquiera durmiéramos. No lo recuerdo bien. En aquella pequeña habitación que compartíamos con mis padres, nosotros dos en las literas, mi hermano dormía siempre arriba. No me importaba, sigo sin ser mucho de alturas. No me gustan ni para los tacones. Prefiero tener los pies cerca del suelo aunque luego me pasé el día a día viajando en una alfombra voladora.
Amanecía pues y, si había suerte, el sol se decidía a salir. El sol que anunciaba a muchos peregrinos y romeros que no tenían excusa para no acercarse y era el presagio de que nos encontraríamos todos al pie de Alba, frente a la Virgen. Todos éramos los hermanos de mi padre y mis primos. Yo no recuerdo a los abuelos en Alba. Se fueron muy pronto. Siempre es pronto para los que queremos. Aunque tampoco recuerdo si los quise. No tuvimos tiempo. Los quiero ahora. Los abuelos, a pesar de que faltaban, habían conseguido, hasta que se rompió la baraja, que sus hijos mantuvieran la tradición de comer juntos en la pequeña cuadra de Rellampo, cuando todas las familias tenían cuadras, no cabañas. Sí, no creáis que en Alba siempre hubo agua o baño, chimeneas con las que calentarse o cocinas donde cocinar. Eran cuadras y, en ellas, el resto del año dormían los pastores. Neños y neñes en su mayoría, que subían a cuidar el ganao mucho o poco, que tuvieran sus padres, a buscar o a curar una vaca que se hubiera mancao o un potro que hubieran empezado los lobos o a trabajar los campos. Sí, porque muchas de estas tierras eran campos de pan y de patatas. Y dormían allí, sí, pero no como ahora, dormían al calor que desprendía el ganado, sin luz y pasando miedo, sobre todo, miedo. Eso nos contaba mi tía Domitila que era muy medrosa, pero realmente no tanto. Y llevaban un bocado para echar el día, un poco de pan y una hebra de tocino si había suerte, desayunaban la leche que buscaban y bebían agua de una fuente, pero esa es otra historia.
Amanecía y entonces, cuando la luz empezaba a colarse por las rendijas de los ventanucos dejándonos ver las diminutas motas de polvo en suspensión, al despertar de los gallos se unía el ir y venir de hombres y mujeres aparejando los animales para que fueran éstos los que cargaran con la comida que íbamos a compartir arriba. Los días antes, las mujeres realizaban una inmensa tarea de valor incalculable. Amasaban y hacían un pan de escanda escandaloso, oscuro, sabroso y tierno. Preparaban tartas y casadielles de avellanas, nunca más he comido ninguna como aquellas. Guisaban corderos y cabritos a la luz miserable de 125 que teníamos entonces o a la de las velas cuando la música de la verbena de la víspera hacia saltar los plomos de todo el pueblo. Hacían tortillas tan amarillas que hoy nuestros niños las mirarían asombrados del color. Preparaban manteles que luego extenderían sobre los prados y poblarían con todos aquellos alimentos hechos con tanto amor y tanto mimo y que probaríamos, compitiendo a ver cuál de mis tías lo había hecho todo más rico. Mi madre nunca entró en esa competición por ser la única de fuera, pero para mi padre siempre ganaba ella. Y hacían café, dulce, muy dulce al que añadían un chorro generoso de anís o de coñac con el que llenaban termos que perdían y, si había suerte, nos dejaban probar aquel líquido negro que caliente nos permitía colarnos por la puerta de entrada al mundo de los mayores, al menos, un instante. Y llevaban platos y pocillos de verdad, de cristal y porcelana y cubiertos, puede que venga de ahí mi profunda aversión a los platos y cubiertos de mentira.
Amanecía y, sin que nos diera tiempo a nada más que a mirar el trajín de los mayores, llegaba la hora de salir camino arriba hacia Alba. Con suerte los pequeños más valientes irían montados en las caballerías solos o con los abuelos que subían orgullosos a sus nietos, hasta la poisa de La Canga donde los caminos de Las Vallinas y de La Villa se unían para continuar en uno sólo pedrera machaculos arriba hasta llegar a la Chinar donde parar y beber un poco, sólo un poco, de aquella agua tan fría y desde donde ya alcanzábamos a tocar con las manos las tres cruces y la pequeña ermita que era nuestro destino. Y una vez allí, desde donde extiende la Virgen su azul manto para cubrir el Valle y cobijarnos, acudir a Misa, un año tras otro, viviendo una historia que ha ido repitiéndose hasta  llegar a hoy, donde nada es igual, ni parecido, tan sólo la devoción de los más viejos.
Y, sin querer, ni darme apenas cuenta, me hice mayor y, de repente, comprendí que aquello que guardaba mi memoria no eran más que recuerdos. Vivencias de un tiempo que no volverá y que cada agosto pesa más por las ausencias, por la distancia insalvable entre el ayer y el hoy, por las tradiciones perdidas que mantenían vivos a aquel tiempo y a los nuestros. Pesa tanto que es capaz de doblar las vigas que sustentan mi vida. Y llueve y la lluvia se confunde con mis lágrimas que nublan mis recuerdos. Por Dios, ¡qué pase pronto agosto!

1 comentario:

  1. Que relato tan cierto a la vez que emotivo. Lo suscribo al pie de la letra. Con algunas pequeñas matizaciones. Yo lo viví más O menos así. Con la diferencia de que a mi me quedaba algo más lejos. Pero me embarga la misma emoción y nostalgia. Para mi es la fiesta por excelencia. Gracias Bea por este reconocimiento.

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