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martes, 20 de enero de 2015

"Pan casero, de ése quiero" (refranero popular español)

La chica que vende pan en el barrio salió con el que fue su primer novio, aquel al que se quiere ingenuamente con el convencimiento sano e inocente de que será para siempre. Salió con él antes que ella. Él actuó igual que el chico de la película que aparta con el brazo a su mejor amiga, promesa de algo verdadero, y cae rendido en los brazos de la primera rubia que le da unos golpecitos de cariño en la cabeza y le sonríe con afecto. Así fue o, al menos, así lo recuerda. Entonces fue un drama, hoy no lo sería. El tiempo tiene la ventaja de que va ofreciendo nuevas perspectivas. La vida tiene muchas caras y lo que un día hace daño al siguiente quizás dé risa. Hoy sabe que no hay pena de amor que no se cure, ni heridas del corazón que no cicatricen aunque resquemen. Alguna cosa buena tenía que tener seguir cumpliendo años. Aquella niñata rubia e indolente, con ojeras que aún conserva, llegó primero y se llevó el premio a pesar de que sólo jugaba un boleto. Aunque el final fuera muy diferente para los tres, aquel verano ellos fueron novios. Ocurrió así, como pasan todas las cosas. Los astros giraron a su favor, después lo hicieron en su contra y, por último giraron como locos y cada uno, los tres, siguieron su camino para no volver a encontrarse. Excepto ellas que lo hacen casi cada día. Aquella chica que pretendía aprobar las asignaturas suspensas de 2º de BUP, en el verano, llevando los libros de texto a la playa mientras tonteaba con el que era un proyecto de hombre y él babeaba, despacha pan en el barrio. Por supuesto, una no es clienta de la otra. La ha visto día sí, día no mientras acude al despacho de pan y sigue siendo la misma chica triste que era entonces, desidiosa en las formas, sin espíritu y con una expresión permanente de infelicidad, idéntica sombra oscura bajo sus ojos claros y con el mismo tono en su pelo que entonces era natural y ahora es de bote. La vida no parece haberse portado mal con ella y, sin embargo, toda ella rezuma pena. Hoy pasó por delante del negocio familiar y allí estaban tres generaciones: la madre que fue panadera antes que madre, ella que ejerce actualmente como tal y su hija, como una mala copia de ella misma de niña y que está llamada por la historia a ocupar su puesto. La chiquilla de apenas unos diez años será hija y nieta antes que panadera, pero despachará pan cuando le llegué la hora. Está segura. No les tiene mucho aprecio, la verdad. A veces, cuando se cruzan en la calle, una sonrisa aflora a sus labios pensando en lo que fueron, otras veces, sin embargo, se le pone un dolor en el estómago como de hartazgo de aquellos recuerdos o de hambre de unos nuevos menos amargos.
Su abuela siempre le decía en broma que no se fiara de los panaderos: "Te roban el aliento y si los dejas secuestran tu corazón. Sacian tu hambre y estás perdida. Dejas de ser libre y sólo tienes ojos para ellos. No pruebes de su pan, ni comas lo que te ofrezcan. No dejes que acerquen sus manos a tu boca. No sé que ponen en la masa, pero te embaucan y ya no vuelves a ser la misma". La abuela conoció al abuelo siendo panadero, uno de sus múltiples oficios. La pidió en matrimonio poniendo encima de la mesa un pan redondo de harina de trigo, hecho en el pequeño horno de la cocina de carbón, un pan auténtido, casero y de calidad y, junto a él, un pequeño saquito lleno de sal. Se los llevó como ofrenda, con ello le decía que además de quererla como no había querido nunca a nadie, no la dejaría pasar hambre. "De los olores el pan; de los sabores la sal". Aquel pan y aquella sal eran un compromiso de crear juntos una familia, una garantía de futuro en común. Aquel pan y aquella sal sellaron un pacto entre ellos que se prolongó por más de sesenta años, los que pasaron juntos, en los que hubo muchas cosas, pero en los que nunca faltaron efectivamente ni el pan, ni la sal. Crearon un microcosmos lleno de sabores y sentimientos, de olores y de afectos, dónde sólo tenía cabida el enorme amor que se profesaban y el respeto con que lo hacían.
Con este oficio y no con otro el abuelo sacó a la familia adelante. Gracias a aquellos panes blancos que hacia, su madre, que nació en 1942, salió adelante sin pasar hambre. Aquellos panes que eran blancos como mágicos y nadie sabía el porqué. Panes blancos y redondos, de esponjosa miga y tierna corteza en contraste con aquel tiempo gris y sucio, en aquel tiempo dónde sólo los niños con suerte como su madre esquivaban la tristeza jugando en la calle y comiendo un pedazo de aquel pan. Gracias al abuelo, en aquella casa nunca faltó el pan blanco en aquel tiempo de miedo y silencio, de delaciones y presidios. Su madre tuvo pan y tuvo también su primer abrigo, comprado con el dinero conseguido de las ventas del pan sobrante que no era mucho, pero que dio para algunos caprichos. El abrigo blanco con capucha se lo compraron en un negocio de Oviedo de toda la vida dónde vendían géneros de punto y que sobrevivía a duras penas como todos lo hacían entonces. Sarabia se llamaba la tienda.
No duró mucho en el oficio el abuelo. Desarrolló algo parecido a una alergia a la harina. El colmo de los panaderos: no poder tener contacto con la harina. Cree que este diagnóstico no sería correcto hoy porque toda su familia, en concreto él y sus hijos, su madre y sus tíos, han tenido problemas de piel, así que más bien el defecto lo traen de serie y probablemente no tenga nada que ver con el pan, ni sus ingredientes. El caso es que se acabo el oficio y con el las madrugadas entre sacos de harina y levadura, los brazos fuertes de amasar y el calor del horno de leña. Su abuelo no despachaba pan, lo hacía. Esa es la diferencia.
El pan, alimento básico de aquellos días y tan denostado en éstos. Pan blanco en Oviedo en casa de su madre y pan de escanda en la aldea de su padre. Pan que hacían su abuelo Arturo aquí y su abuela Rosario allí, más tarde serían sus hijas, sus tías, las hermanas de su padre, las que cumplirían paso por paso con la liturgia de amasar. Pan que aprendió a hacer ella misma de la mano de su tía Hortensia. Pan que un viernes de agosto quebró por un instante su universo que ya nunca más se recompuso, pera esa es otra historia. 

martes, 6 de enero de 2015

Tradiciones nuevas para nuevos tiempos.


Se acaban las fiestas. Los días llamados propiamente festivos, días tan propios para los excesos, excesos del tipo que sean, a veces, incluso demasiados excesos. Y ahora empieza lo bueno. Volver a la bendita rutina e intentar conseguir los propósitos que con tanto esmero y esfuerzo nos hemos propuesto en estos primeros días del año 2015 del que a lo tonto ya casi hemos consumido una semana. Yo no suelo proponerme nada, sin embargo, este año hice uno, light y fácil de conseguir "no sentirme culpable comiendo chocolate" Parece una tontería, pero me apetecía, un poco en serio y un poco en broma, que fuera un propósito de año nuevo ¿por qué no? No es nada imposible, ni especialmente ambicioso, ni hace mal a nadie... Vamos una nimiedad, un propósito al fin.
Sin embargo no quiero hablar de propósitos hoy. Quiero hablar de tradiciones y sueños, de ilusiones y emoción, de primeras veces y de primeras decepciones, de objetivos que se cumplen y otros que no. Quiero hablar de iniciación a la vida. De niños que han vivido su primera Navidad y su primera noche de Reyes, de padres primerizos que se emocionan recordando su infancia, de abuelos novatos que no saben muy bien cúal es su recién estrenado papel. De inocencia nueva y de inocencia caduca. Y es que la vida son etapas, capítulos que empiezan y se acaban, esclusas que te permiten cambiar de nivel, cajas chinas y matrioskas que encierran tras de sí parte de nosotros, caminos que se cruzan para separarse y caminos que discurren paralelos. Quiero hablar de tradiciones, de tradiciones viejas que mueren cuando lo hacen las personas con las que las compartías y de tradiciones nuevas que surgen a la luz de los nuevos tiempos que vivimos. 
Mis abuelos reunían en torno a su mesa y en su casa a sus tres hijos con sus familias. Muchas veces no estábamos todos por motivos de trabajo, pero mi abuela siempre lo intentaba. Cocinaba siempre el mismo menú y sufría algún momento de crisis, muchos normalmente (era innato a su carácter) Hoy creo que no hay Navidad sin una anfitriona en crisis. Nunca se sentaba a la mesa y luego se pasaba días y días comiendo el turrón que había quedado igual que un ratoncito, a escondidas de mi madre, de manera que ella misma daba buena cuenta de la totalidad del dulce aunque, en realidad, "ella nunca comía nada". Sus favoritos eran el turrón de rajalmendra que no es otra cosa que mazapán puro y duro, las peladillas y los piñones. Siempre había peras al vino junto al resto de dulces navideños. Mi abuela las cocía en vino y azúcar peladas y enteras. Nunca me había dado cuenta de que esto era una tradición hasta que el otro día Leticia lo mencionó en Facebook, tengo que investigar el origen de esta costumbre en nuestra casa. Mi tía Tere también aportó su propia tradición. Nosotros que no habíamos comido nunca Roscón de Reyes empezamos a comerlo cuando Tere se casó con mi tío Carlos. Al faltar mi abuelo se mantuvieron las cosas con una excepción, era mi madre la que cocinaba. Sin embargo, cuando mi abuela enfermó, el tiempo que se abrió para nosotros fue un tiempo de mucha tristeza. Todos hicimos una travesía muy amarga, muy dolorosa y muy larga, demasiado larga. No hubo más tiempo para tradiciones, ni para las antiguas que se diluyeron como el azúcar en el café, pero sin endulzar, ni para nuevas. Aunque, por suerte o por desgracia, la vida te permite reinventarte y así, el tiempo ha dado paso a nuevas tradiciones, menos familiares, pero no por ello peores. Así, celebrar una cena de Nochevieja el día 30 de diciembre y brindar con un cosmopolitan en casa de amigos antes de cenar el 31, tomar chocolate con churros con los que vienen de Valencia y sus niños o los que están en Valladolid, el Conciertín de los Jóvenes Músicos Quirosanos y participar en la Cabalgata de Reyes de Quirós, el cumpleaños de Monchu que nació la noche más mágica del año... Hay algunas otras cosas, todas igual de buenas y todas igual de diferentes. Cosas que no tienen nada que ver con las que hacíamos hace quince o veinte años, pero que nos ayudan a estrechar lazos y a crear vínculos con estas fiestas que algunos días odiamos tanto. Y es que la vida es evolución, renovación, revolución y, por eso nos gusta tanto y por eso nos sorprende tanto.
Pienso ahora en los niños que han llegado a nuestras vidas este año, en Carlos que ayer fue nuestro Niño Jesús, en Luis, en Alejandro, en Elba, en Paula, en Alba, en Pilar... En todos los recién llegados para los que estas fiestas han sido las primeras. Pienso lo importante de mantener vivas las tradiciones y de crearlas otras nuevas para ellos, pues la vida se construye a base de estos recuerdos. Pienso en Hugo, en el brillo de sus ojos, en la vida que comienza. Pienso en el futuro, respiro hondo y sonrio. Hoy nuestras vidas tienen un sentido nuevo.