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miércoles, 18 de marzo de 2015

El hombre del pantalón granate.

He sabido por la mujer que limpia mi portal que el hombre de pelo blanco y ojos azules, con gorro de marinero que lleva como si fuera uno de los enanitos de Blancanieves y pantalón granate es alemán. Nació en algún lugar de la RDA a mediados de los años 60, cuando la Perestroika y la reunificación alemana eran sólo sueños en alguna mente atrevida. Lleva un par de meses durmiendo en el soportal de uno de los bajos en alquiler de nuestra calle. Tina, que así se llama la mujer, le llevo el otro día un bocadillo de lomo con tomate y un café con leche en un vasito de esos desechables pues le daba no sé qué dejarle uno de sus termos "a fin de cuentas no sabemos quién es, ni si está enfermo" Parece que se han hecho amigos. Markus, que así se llama, la ayuda a cargar con el cubo de agua sucia cuando acaba su jornada. No sé cómo lo hace, de dónde saca las fuerzas. A lo largo de este invierno, tan duro y tan largo, ha ido encogiéndose y menguando. Parece como un caracol que no pudiera seguir cargando con su casa y estuviera a cada paso dispuesto a rendirse. Llegó a caminar con dos bastones aquellos días de febrero en los que la nieve amenazaba con venir a formar parte de nuestras calles. Duerme ahí, en el bajo, dónde estaba ese local de copas que estuvo tan de moda hacer un par de veranos. Sí, aquel en el que podías elegir entre más de cien tipos diferentes de ginebra y todas de importación. Tuvo un éxito muy fugaz. La crisis dijeron los propietarios cuando echaron el cierre, una mala gestión diría yo. El nuevo habitante del barrio ha colocado en una esquina todas sus posesiones: un colchón viejo y un saco de dormir con la cremallera rota, una almohada que encontró uno de esos días que la gente baja trastos viejos a la calle para que los retire el Ayuntamiento y un edredón pasado de moda que le dio una vecina un día de la que bajaba la basura. Le pareció que él lo necesitaba más y que así hacía ese hueco en el armario que tanta falta le hacia. Con un cobertor estampado en colores marrones tapa todo como si fuera una funda de sofá y reserva un plástico que le dio el ferretero para usarlo cuando llueva, una silla plegable que utiliza de galán y una Biblia que lleva consigo desde que salió de casa de sus padres hace ya tantos años que ha perdido la cuenta. No es casi nada y al mismo tiempo es todo. Sus escasas posesiones las dejará abandonadas allí mismo cuando se vaya buscando mejor clima o quién sabe, si cuando algún vecino cansado de que al mirarle cada día a los ojos le remuerda la conciencia y lo denuncie a los municipales alegando que es el culpable del olor a orín en su portal o que no es estético para el paisaje. Y los policías vendrán a invitarle a acompañarles al albergue y él se negará a hacerlo. "¿Qué coño puedo hacer para evitar estas situaciones?" Se pregunta el del sexto cuando sale camino del banco y lo ve allí estirándose. Yo me lo cruzo cada mañana cuando salgo a pasear con Lola. A las 7.00, él ya ha recogido su petate y camina calle abajo. Lo encuentro a  la vuelta del trabajo y a medio día. A las 22.00 cuando nosotras rematamos la jornada, él regresa a su refugio ¿A qué refugio si duerme a la intemperie? ¿Qué hace hora a hora hasta que llega la hora de regresar a su cueva? Qué largas son las horas cuando no hay con que llenarlas. ¿Camina incansable todo el día sin descanso por las calles de mi barrio? ¿Qué hace cuando llueve si no tiene paraguas? Qué largas las madrugadas hasta volver a ponerse en marcha. ¿Tendrá miedo? ¿Será capaz siquiera de conciliar el sueño? ¿Soñará con una vida diferente? Allí, solo, rodeado de las luces y los ruidos de la ciudad, de noche, indefenso ante según que alimañas que, ocultas entre las sombras de los edificios, le vigilan y le acechan. Algunas veces lo he visto entrar a tomar café en alguno de los bares de la zona, quizás es Tina, el del sexto, o el barrendero quién lo paga, vecinos para los que la solidaridad todavía significa algo, aunque no solucione nada o casi nada. Otras está charlando entretenido con alguno de los otros vecinos, que aminoran el paso para ir a su ritmo, a los que seguramente como a mi les interesa saber por qué motivo ha acabado en la calle sin tener dónde ducharse, sin poder siquiera ponerse ropa limpia, dependiendo de la buena voluntad de otros que no están exentos de pasar un día por su misma situación.
Me ha dicho Tina que Markus ha recorrido medio mundo dejando atrás su hogar y su familia. Su padre construía ataúdes y él era el heredero natural de su negocio. Le parecía tremendo vivir a costa de la muerte de los otros. Se fue huyendo a carreras del destino y ha sido leñador en Cánada, taxista en N.Y., estibador en el puerto de Valencia, marino en Groenlandia y buscador de diamantes en Sudáfrica. Cada surco de su piel curtida, cada arruga de su cara, cada mancha reflejan su historia, real o inventada, pero su historia aún sin final. Cuando su nueva amiga le pregunta "Si te concedieran un deseo para hacerte feliz... " siempre responde: "Poder ver a mi padre y decirle lo mucho que lo quise en la distancia."

viernes, 13 de marzo de 2015

El cartero que no sabía leer.

Si te digo que el hombre desdentado que ríe sin vergüenza a pesar de sus desiertas encías ha sido cartero, me creerás. Si te cuento que el hombre que nos mira desde esas gafas espantosas de Rompetechos, tiene un secreto que sólo sabía su esposa, la señora Consolación, en el que basó toda su vida laboral, también me creerías. Pero si te desvelo en qué consiste, pensarás que es mentira o que me he vuelto loca. Baldomero, el que fuera cartero de mi pueblo, no sabe leer. Sí, sí, parece increíble, pero es cierto. Nunca aprendió, se ha descubierto ahora después de casi veinte años de su jubilación. Entonces ¿cómo es posible que pudiera desempeñar su trabajo de forma seria y puntual, durante casi cuarenta años, sin errar ni una sola vez en la entrega de las cartas? No, no es un misterio, tiene una explicación, ahora lo entenderás.
Baldomero fue poco y mal al colegio, le costaba aprender. Si viviera ahora su época escolar probablemente le diagnosticarían un problema de aprendizaje y le pondrían un profesor de apoyo o un logopeda y, al final, lograría su título de secundaria, pero en su tiempo lo único que pudo hacer fue disimular y en cuanto su padre le reclamó, echar a correr e irse a trabajar las tierras. Eran tiempos duros y todas las manos, también las de los más pequeños eran necesarias. Baldomero conoció a Consolación cuando ambos eran apenas unos niños. Compartían pupitre, pizarra y libros. Ella era mucho más capaz que él, sólo que tenía una cojera importante como consecuencia de una poliomielitis que le impedía andar a prisa y la condenaba a no poder salir en los recreos y a observar a las otras niñas, con comprensible envidia, saltar a la comba y trepar a los árboles,  jugar al escondite o al pilla pilla, sin embargo, nunca fue un problema para ella pues a la hora de pensar y discurrir o a la hora de ver más allá era la más espabilada de la clase. Crecieron juntos y, llegado el tiempo, se casaron. Eran complementarios. El era lento de entendederas pero de paso ligero y rápido y ella clara en ideas y resuelta, pero cada vez más torpe para moverse. No, no, él no era tonto, simplemente le costaba un poco más de la cuenta llevar el ritmo de la media. En la intimidad ambos se entendían muy bien e incluso bromeaban con sus respectivas dificultades. Y así iban viviendo de manera muy, muy humilde.
Cuando el antiguo cartero murió de repente, Consolación, que tenía mucho olfato para las oportunidades, propuso a Baldomero rápidamente para ocupar el puesto. Ya sabes que antes las cosas no eran como ahora, una recomendación y voilà: cartero. Le regaló una preciosa cartera de cuero curtido y una bicicleta y le dijo: “Tú no te preocupes, yo me hago cargo de todo” Y así Baldomero, que conocía el pueblo y la comarca como la palma de su mano y a todos los vecinos como si fueran de su familia, se convirtió en el nuevo repartidor de sueños. Pero ¿cómo consiguieron engañar a todos y, lo imposible, llevar a cabo su trabajo a la perfección?
Baldomero y su esposa desarrollaron un sistema de marcas y señales, símbolos y signos que le permitió memorizar cada una de las direcciones de los más de 4000 habitantes a los que según el censo prestaba servicio. Relacionaban a cada habitante con una pequeña clave que su mujer se ocupaba de dibujar cada tarde en la esquina del sobre al lado del sello o disimulada entre las líneas del matasellos. El plan de trabajo era el siguiente: él recogía muy temprano el correo, volvía a casa dónde su esposa hacía una primera clasificación en dos grupos. En el primero, las cartas urgentes, certificadas y las que ella consideraba que por su aspecto debían de ser entregadas rápidamente: cartas que deducía de amor e invitaciones de boda, agradecimientos y pésames, anuncios de nacimientos, noticias de un hijo o de un novio en el mili, misivas de los emigrantes en Francia o Alemania que a menudo incluían dinero dentro, dinero del que nunca faltó un céntimo. En el segundo, las cartas que podían ser entregadas al día siguiente. Como las primeras eran menos, se repartían rápido. Baldomero volvía a casa, cogía un segundo atado de cartas y otra vez a repartir. Las cartas que no daban tiempo quedaban para el día siguiente y, así, vuelta a empezar día a día, mes a mes, año tras año, sin descanso y sin un solo día de falta al trabajo. Dices que era un poco engorroso, sí claro, pero ya te digo, nunca jamás un error, ni un retraso, ni una queja.
Se ríe mucho ahora Baldomero cuando alguien le pregunta si es verdad lo que dicen por ahí de que nunca aprendió a leer. Sí es verdad, está un poco descuidado, a algunas personas les pasa eso cuando envejecen, se abandonan del todo, se le ha roto la dentadura postiza y dice que no piensa volver a ponerla ahora que es viejo y, por fin, Consolación se ha quitado la faja que la apretaba más que su cojera. Ella sin faja y el sin dientes, menuda pareja. Cuando le preguntan "Si te concedieran un deseo para hacerte feliz..." siempre responde: "Haberme molestado más en aprender a leer en mi momento, perdimos mucho tiempo de querernos memorizando aquel farragoso lenguaje en clave."

sábado, 7 de marzo de 2015

8 mujeres, 8 historias, 8 de marzo

Hace hoy una semana en Bárzana, más de sesenta mujeres vinculadas de una u otra forma al concejo, nos reunimos para "celebrar la vida". La convocatoria era otra, pero como está tan cerca la celebración del día Internacional de la Mujer, prefiero creer que lo que nos convoco, como lo hace tantas veces, fue la vida. Conmemorar nuestro sexo. Compartir mesa y mantel con iguales y diferentes. Sólo unidas por la cualidad y la calidad de ser mujeres. Darnos un homenaje todas juntas sin que exista un único motivo o con todos los motivos del mundo. Así quirosanas de nacimiento y por matrimonio, por filiación y por adopción tuvimos nuestra fiesta, seguramente no la que nos merecemos, pero sí la que queríamos, la que nos apetecía. Y hubo lo que tiene que haber en todas las fiestas grandes: buena gente, buena comida y buena música. Yo que últimamente no puedo dejar de lado está manía de observación y análisis casi compulsivo, pensé muchas cosas viendo a aquellas mujeres, mis hermanas, cuán derviches girando sobre sí mismas con sus compañeras de baile al son de los clásicos más castizos de nuestro querido y llorado Manolo Escobar (Ayyyy, qué sería de una fiesta de prao sin Don Manolo)
Así que, de un vistazo, aprecié las diferencias entre hombres y mujeres a la hora de pasarlo bien, se quitaron las mesas y en un periquete se montó un señor baile. ¿Qué hacen los hombres después de una cena de hermandad en la que no hay mujeres? Pensé en nuestra capacidad para divertirnos, en nuestra facilidad para reír aún cuando la fatalidad nos hace sombra, en nuestra habilidad para reinventarnos. Si caemos, nos levantamos, creyendo siempre que las cosas se pueden cambiar para mejor y que son nuestras manos las que pueden hacerlo. Pensé muchas cosas aquella noche mirando a aquellas mujeres: ancianas y jóvenes, madres e hijas, hermanas y cuñadas, suegras y nueras, casadas y solteras, profesionales y trabajadoras no cualificadas (si es que hay una sola mujer en este mundo que no este cualificada), mujeres de campo y universitarias (que a día de hoy no es incompatible), mujeres orgullosas de su procedencia y que la reivindican, mujeres que saben quién son, donde están y adonde se dirigen. Pensé en las mujeres que tienen miedo y lo superan, en las que sufren, en las que lloran y en las que ya no tienen más lágrimas, mujeres que plantan cara a la enfermedad para ganar una y mil veces batallas que otros darían por perdidas. 
Y pensé que todavía queda mucho por hacer, por cambiar en este mundo puñetero donde ser madre discrimina en cuestiones salariales según la OIT. Donde te quieren para trabajar exigiéndote como condición que tengas "muy buena presencia y que llames la atención, mucho pecho imprescindible" y pensar que esa oferta de trabajo probablemente la revisó una funcionaria (a mi me la iban a colar). Pensé en nuestro Premio Nobel de La Paz, una niña que debería estar jugando con muñecas y que está dando conferencias por el mundo, después de haber sido acribillada yendo al colegio, reivindicando el derecho de la mujer a recibir una educación. ¿Cómo puede haber niñas que se juegan la vida cada vez que van al colegio? Y en todas las niñas víctimas de la ablación, en las esclavas sexuales, en aquellas que viven condenadas al ostracismo por razón de su sexo, en las mujeres maltratadas, en todas las que sufren acoso del tipo que sea.
Reflexioné sobre nuestras posibilidades reales de construir un mundo mejor, más justo, más humano. Creo que sólo de la mano de las mujeres (51% de la población) se puede conseguir. Creo que podemos hacerlo y que hemos de luchar por ello, planeando como mantener nuestros derechos, fijándolos, sin dar un sólo paso atrás, mirando siempre hacia adelante.
Vi a Nati la de Graciano recoger su abrigo para irse a casa, sus casi noventa años, sus ganas de vivir y de compartir, su esperanza de que a María, su nieta, le toquen batallas más fáciles de ganar. En su sonrisa están tantas mujeres, tantos sueños, tanta vida.
Y decidí que el día 8 publicaría esta entrada porque 8+1 éramos las mujeres que bajamos de Salcedo: Maruja y Delfina, Bea y Claudia, Almudena y Azu, Esther y Juli. Maruja que ha aprendido que la vida se enfrenta mejor con una sonrisa, aunque sea duro el día a día. Esther que es el ejemplo de que al amor verdadero no se le vence por muchas dificultades que se le pongan. Azu que lucha cada día por conciliar vida laboral y vida familiar. Almudena que no acaba de entender la idiosincracia propia de los quirosanos (si te soy sincera, yo tampoco). Claudia que quiere ser moderna y, a veces, choca con su propia intransigencia (poco a poco, Clau) Bea que pasa tanta pena por el tiempo que no puede pasar con su hijo y Delfina que sufre por el poco tiempo que el trabajo le deja a su hija para estar con su nieto. Delfina y Bea son madre e hija y, en definitiva lo pasan mal por lo mismo. Y Juli, ¿qué podría decir de Juli? Sin duda la vida podía haber sido un poco mejor con ella y es que, algunas veces, la corriente tira tanto de ti hacia adentro que lo fácil sería dejarse arrastrar y abandonarse, pero ahí está ella resistiendo.
¿Y yo? Yo sólo pido, mañana y cada día de los próximos trescientos sesenta y cuatro restantes, seguir reconociéndome en el espejo, intentando mantener la compostura, ser coherente con mis ideas y tener capacidad para calzarme los zapatos del otro y comprenderlo.