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sábado, 23 de mayo de 2015

Ejercer nuestra responsabilidad


política: (Del lat. politĭcus, y este del gr. πολιτικός).
9. f. Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo.
idiota: (Del lat. idiōta, y este del gr. ἰδιώτης)
1. adj. Que padece de idiocia. U. t. c. s.
democracia: (Del gr. δημοκρατία).
1. f. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno.
2. f. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado.
idiocia: (De idiota)
1. f. Med. Trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida.

De toda la herencia de los griegos clásicos probablemente las palabras política y democracia son las más utilizadas, sobre todo, en estos tiempos revueltos y emocionantes que nos han tocado vivir. No me refiero únicamente a estos dos últimos meses, por supuesto, sino a estos últimos años en los que en una especie de combinado al mismo tiempo peligroso y excitante se mezclan ingredientes como comodidad y cambio, con costumbre y riesgo, corrupción y regeneración. Ingredientes que mezclan, pero no disuelven.
En medio de todo ello, nosotros, los ciudadanos, el pueblo, el cuerpo electoral, los votantes... Como queramos llamarnos, destinatarios primeros y últimos del apasionante mundo de la política, pero también damnificados y beneficiados, perjudicados y escogidos, ellos y nosotros, gobernantes y gobernados.
Yo tuve un profesor de Latín que decía que todo era Latín y una profesora de Matemáticas que decía que todo era Matemáticas. Esto viene a cuento porque cada uno de nosotros desde la posición que ocupamos o desde el punto en el que nos posicionamos somos hombres y mujeres políticos, pues  todos y cada uno de nuestros actos son un acto político. Desde el mismo nacimiento o muerte, pasando por respirar o cada una de las decisiones económicas que tomamos. No lo veis? No es lo mismo respirar el aire limpio y puro de uno de nuestros concejos de montaña que el aire, por ejemplo, de Gijón. No es lo mismo llevar tus basuras al contenedor a que las recojan en tu puerta con un sofisticado sistema de reciclado (que unas veces se cumple y otras no, pero que está ahí) Y para que vamos a hablar de derechos como la Sanidad y la Educación. En España tenemos diecisiete sanidades diferentes por eso cuando hablan de lo que ocurre en Madrid o en Castilla La Mancha que afortunadamente no ocurre (de momento) en Asturias (aquí ocurren otras cosas) nos echamos las manos a la cabeza. El hombre no puede abstraerse de su condición política. Decían los griegos que los ciudadanos podían dividirse entre "políticos" aquellos preocupados por los asuntos de la polis e "idiotas" aquellas personas a las que el gobierno o desgobierno de su ciudad, los asuntos públicos "ni fu, ni fa", o sea, les daba todo igual. Fíjate que los griegos contraponían comprometidos con egoístas. Ayyyyyy, según éstos los comprometidos, los políticos, eran los que se preocupaban del bien común y los que padecían idiocia el resto, es decir, los que carecían de compromiso. Esto ahora no es exactamente así. Muchos políticos nos han demostrado sobradamente su capacidad de idiocia en el sentido de egoísmo y utilización de la política para fines propios, pero este no es el tema de hoy (aunque sea el de siempre).
Lo de hoy es otra cosa. Se trata de apelar a la responsabilidad de todos y cada uno de los que mañana estamos llamados a acudir a votar. El derecho a votar, tan largamente deseado por generaciones anteriores a las nuestras. La posibilidad de acudir a las urnas a expresar con libertad (en el caso de que el actual momento económico nos lo permita) un derecho que estuvo secuestrado mucho tiempo. El anhelo cumplido con la llegada de la democracia (imperfecta, claro, como casi todo en esta vida) la ilusión de las primeras veces es un derecho a ejercer (en mi opinión tendría que ser una obligación) y es un acto de rebeldía en toda su extensión, quizás el único acto de rebeldía válido y eficaz. Hay que ir a votar el domingo. Hay que hacerlo desde el corazón y la cabeza, de forma razonada y con conciencia de que en cada papeleta que depositemos en las urnas esta el futuro de este país, nuestro futuro, el de nuestros mayores y el de nuestros hijos. Hay que ir a votar para conseguir una participación amplia que verdaderamente sea representativa de la voluntad del pueblo. ¿Qué se fragmentan los parlamentos? Bien, vamos a ver quienes están por el bien común y quienes son idiotas. ¿Qué hay que pasarse una semana sin dormir, devanándose los sesos para conseguir equilibrios que supongan gobernabilidad? Bien, bienvenidos los PACTOS, siempre que no supongan vender tu alma al diablo. Yo en mi vida personal tengo una máxima que es "si beneficia al grupo, si nos beneficia a todos, yo me siento con quien sea, otra cosa es que lo invite a mi casa a cenar".
Deseo de verdad que mañana sea una jornada de madurez democrática, que la gente abandone la desidia y la falta de ilusión y salga a votar y vote por sus padres, por sus hijos y por ellos mismos, que votemos por cada pueblo, por cada aldea, por cada ciudad. Que lo hagamos con responsabilidad e higiene para este maltrecho país, que lo hagamos por la regeneración democrática, por la transparencia, por la honradez. No olvidéis que gente honrada y comprometida la hay en todos los partidos y en todas las formaciones. Que el día de hoy sopesemos y valoremos con objetividad lo que queremos y cómo lo queremos. Que aceptemos que la pluralidad es riqueza SIEMPRE. Que otra forma de hacer las cosas es posible, vamos a ver que pasa. Y sobre todo, que cada voto cuenta, que cada uno de nosotros somos los portadores de poder soberano y que, al final, es a nosotros a los que nos tienen que rendir cuentas, también es nuestro derecho exigirlas.
En las últimas elecciones europeas yo no iba a votar, Lidia una amiga de mi prima Natalia, escribió algo en su muro (no recuerdo si luego lo hablamos por privado) que me hizo ir, ojalá estas palabras consigan que un solo desengañado se levante con ganas de ir a votar. Ojalá hubiera mucha gente como Lidia que lleva unos días madurando su voto, a veces, tener las cosas claras no es más que un símbolo de inmovilismo.
Ojalá mañana haga un día espléndido que anime a la gente a acudir a sus colegios electorales (si hasta la palabra colegio electoral encierra todo un símbolo), ojalá mañana triunfe una vez más la Democracia, ojalá este país se mueva hacia adelante y ojalá los aficionados del Real Oviedo demos un pasito más para volver a Segunda.
Ahhhh, y sobre todo, que hablen las urnas y que nuestros representantes remanguen les mangues y se metan el día 25 en el barro para, trabajando todos juntos, sacar arriba a este país.

jueves, 21 de mayo de 2015

Juan y Marta. El jardín.

Marta siempre quiso dejar la ciudad, alejarse del asfalto y cambiar de vida. Respirar era su objetivo vital. Siempre había sabido que su lugar no era aquel. Estaba harta de su trabajo, bueno no, estaba harta de la falta de él. El estudio de arquitectos que había montado con su hermano y en el que habían puesto toda su ilusión, hacia años que no recibía ni un cliente. De hecho ella, que se había reinventado, pasaba muchas tardes y últimamente también muchas mañanas, haciendo galletas y tartas, bizcochos y magdalenas que había conseguido colocar en muchas de las confiterías y panaderías de la pequeña ciudad donde vivía y trabajaba. Y es que la crisis estaba siendo atroz en todas partes. Atroz y devastadora también para las relaciones personales. En los últimos cinco o seis años había ido viendo cómo los matrimonios de sus amigos se desmoronaban, cómo los más fuertes se rendían víctimas de la desesperanza y de la angustia de no saber por donde tirar. Sin embargo, si algo la mantenía con los pies en el suelo eran su marido Juan y su hijo Lucas, los cimientos de aquel frágil universo en el que vivía instalada. Juan reconstruía, día a día, su historia de amor. Deshacía los terrones de silencio que de vez en cuando aparecían, arrancaba las malas hierbas, podaba las ramas enfermas y rotas, sembraba y regaba la tierra. Era el jardinero de aquella vida en común, también era su oficio. Eran relativamente felices, si tenemos en cuenta que llevaban juntos casi veinticinco años. Ambos se esforzaban por avivar de vez en cuando el fuego e iban tirando, cansados, pero juntos. Lucas era un chaval inteligente y estudioso. Iba a la Facultad y al Conservatorio. Dividía su tiempo libre entre jugar al fútbol y tocar el piano. Si alguien los observará desde fuera, formaban una familia normal inmersa en su rutina con algunos breves momentos de luz. Si alguien conviviera con ellos vería las dificultades que tenían para mantener su equilibrio individual y como equipo. Si uno de nosotros pudiera colocarse en sus zapatos vería el esfuerzo enorme que todos hacían para poder seguir juntos en aquella época de turbulencias que les había tocado vivir.
Cuando recibieron la comunicación del Juzgado no podían adivinar como aquella carta iba a cambiar sus vidas. Juan descendía de una familia con origen en el Oriente asturiano que había estado mucho tiempo en la Argentina. Su tío abuelo Luis, que hizo un largo periplo hasta llegar a aquel destino, se casó con una asturiana de Luarca. No tuvieron hijos y, al volver, convenció a su esposa de construir la casa con la que tanto habían soñado en Ribadedeva. La casa estaba construida en una colina, como en una atalaya natural, desde donde se asomaba al mar Cantábrico ese mar con carácter, salvaje y fuerte, vivo y bravío, con sus olas de espuma blanca y azules aguas. Aquel hombre que había estado tanto tiempo fuera había añorado tanto su mar y su tierrina que había sabido elegir el sitio. Nadie podía dudarlo. El azar hizo que fuera Juan el heredero de aquella joya y Marta vio el cielo abierto y adivinó en el horizonte el cambio que tanto deseaba.
Han ido hoy a firmar los papeles en la Notaría de Llanes y a concretar los últimos flecos con el contratista. Fueron varias veces a visitar el sitio antes de proceder a la aceptación de la herencia. La finca no tenía ninguna carga y se conservaba en muy buen estado. Estaba construida con los mejores materiales y Marta tardó apenas unos segundos en dibujar en su cabeza los planos imaginarios de la reforma que necesitaba aquel sitio para convertirlo en un exquisito hotelito de lujo. Tenía muy claro lo que quería ofrecer a sus potenciales clientes, un sitio único, con encanto, un lugar para enamorarse y volver una y otra vez. Les sobraba sitio, harían entre ocho y diez habitaciones dobles con baños amplios, dos en la planta baja adaptados para personas con movilidad reducida, cuatro en la primera planta y otras cuatro en la segunda y una suite en el desván, un par de comedores uno de ellos con una terraza desde la que poder escuchar el sonido del mar. No necesitaban abrir huecos, tenía ventanas suficientes. La casa parecía hecha con el único fin de que Marta llevará a cabo su sueño. Ellos podrían vivir allí, la casa de los guardeses era más grande que su piso de Oviedo. Era igual que haber encontrado un oasis en el desierto.
Juan estaba en el jardín estudiando las posibilidades de aquel espacio, habría que decidir qué plantas conservar y qué plantas nuevas incorporar. Allí podría poner en práctica todo lo que había estudiado en los noventa en Inglaterra. En realidad era paisajista, pero en Oviedo tenía pocas oportunidades. Ahora todo sería distinto, en cuanto pusieran el hotel a funcionar él podría dedicarse a lo que verdaderamente amaba, podría entregarse totalmente a cuidar de Marta y del jardín, por fin tenía tiempo y espacio para ambas pasiones, Lucas se hacía mayor y pronto querría independizarse. Se dio cuenta de que nadie le había llamado en todo el día y se puso a buscar cobertura. Eso había que mirarlo, no era normal que en pleno siglo XXI tuviese que perder tiempo buscando señal. Se colocó al lado de la palmera que indicaba que allí había o había habido un indiano. Tenían que decidirse por un nombre, no acababan de ponerse de acuerdo.
“Coño, tengo más de diez llamadas perdidas de un número desconocido y de mi madre, qué raro” Dijo cuando miró el móvil. Marcó a su madre a casa, siempre lo hacía, no se acostumbraba a que ella también vivía en la era de la tecnología. Llamó de nuevo, esta vez al móvil, le extraño que lo cogiera su hermana, le notó la voz entrecortada, no podía hablar.
- Juan, ¿estás con Marta? 
- Sí, está aquí, creo que en el comedor de abajo midiendo las cortinas.
- Juan, tenéis que venir rápido. Llevamos horas intentando hablar con vosotros.
- ¿Qué pasa? Ya sabes que aquí hay muy mala cobertura y se nos ha ido el tiempo.
- Juan, tenéis que venir.
- Joder, Clara, me estás asustando ¿qué pasa? ¿es mamá?
- No, es Lucas. Ha tenido un accidente.
- ¿Cómo que Lucas ha tenido un accidente? 
- Sí, viniendo del concierto de la Pola. Por favor, tenéis que venir.
- Que sí, coño, que vamos ahora mismo, voy a buscar a Marta y salimos, ¿es grave?
- Juan, por favor, tened cuidado con la carretera. Estamos en el HUCA, os esperamos.


lunes, 18 de mayo de 2015

“Muchas luces y alguna sombra”

En la novela de Alejandro Palomas “Una madre” la abuela Ester, cuando las cataratas hicieron de las suyas y para describir lo que veía, empezó a utilizar la expresión “algunas luces y muchas sombras” y todos los miembros de la familia acabaron usándola habitualmente para referirse a aquellas situaciones que o bien no tenían muchas ganas de explicar o bien no estaban muy claras o muy definidas. En mi caso, yo a la frase, que es muy buena, le he dado la vuelta.
 
Muchas luces y alguna sombra” estas cinco palabras expresan lo que he vivido en esta primera mitad de campaña electoral. Y quiero compartirlo hoy y no el domingo porque si espero al 24 a lo mejor, y sólo a lo mejor, las impresiones son otras, de hecho seguro serán otras. Y es así que pasado el ecuador de estas dos semanas, tengo que decir que uno aprende y madura con cada uno de los pasos que va dando en su vida y esta aventura para mi está siendo una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido en tiempo, sobre todo, por la gente. Por encima de todo y sobre todas las cosas, me quedo con la gente.
Y es que cada uno de nosotros que no puede ni debe abstraerse de su lado social, se relaciona con los demás como respira, muchas veces de forma instintiva y refleja, sin ni siquiera pensarlo. Pero cuando por un motivo concreto tienes que ir pueblo por pueblo, casa por casa, puerta por puerta tomando el pulso de la gente que vive o sobrevive, hablando con aquellos que aman o aborrecen su pueblo, su ciudad o su país, te das cuenta de que lo que le da un valor verdadero y absoluto a todo somos nosotros, las personas, todas y cada una de nosotras, todas diferentes y únicas, todas especiales e irrepetibles, con independencia de nuestras ideas que en ocasiones nos unen y en otras nos separan.
Y puede ser que si este último mes no hubiera sido tan intenso o yo no estuviera especialmente sensible, no me apetecería para nada compartir estas sensaciones o quizás la explicación venga de que cada una de las personas que hemos visitado nos ha abierto su casa, recibido con una sonrisa o con un gesto amable, nos ha hecho partícipes de su riqueza o de su pobreza, nos ha incluido en sus vidas que eso para mi ya es mucho. Y es por eso que a lo mejor la clase política debería (no debo ni quiero incluirme) salir más a la calle durante los cuatro años que duran los mandatos, tomar muchos cafés y fumarse muchos cigarrillos con la gente que deposita en ellos su confianza, hablar menos y escuchar más a aquellos que son sus potenciales votantes no sólo los últimos quince días del mandato, sino todas y cada una de las mañanas y las noches que tienen los 1461 días durante los que inocentemente depositan sus destinos en sus manos. Creo que esto se lo he oído yo a un compañero: “La campaña electoral es cada día” y es verdad, el voto se pide cada día con nuestros actos, con nuestro comportamiento, con nuestra capacidad personal y grupal para atender a las personas y gestionar sus peticiones, con nuestras habilidades para ejecutar proyectos, con nuestro hacer y estar en Quirós y por Quirós. Sin embargo, esta reflexión no hay que hacerla hoy sino cada día.
Ahora sólo me queda hablar de las “muchas luces” porque de las “algunas sombras” no voy a hablar, no merecen ni mi tiempo, ni mis palabras. Y muchas luces, sí, las de estos días. Luces de siempre y luces nuevas. Las de mi gente que me llevan acompañando toda la vida y que me apoyan en todas las causas que emprendo. Las de los compañeros de la candidatura que para nosotros es la mejor porque es la nuestra, no olvidaré las veces que nos hemos reído juntos y lo buen equipo que hemos formado a pesar de ser tan diferentes, recordad que el auténtico trabajo empieza el 25. Las de todas las personas, también de otras formaciones, que me han manifestado su cariño y su respeto, guardo cada palabra, cada e-mail, cada comentario, me he sentido muy bien, la verdad, tampoco podía ser de otra manera. Y las de los quirosanos y quirosanas, cada mirada cansada y cada cara surcada de arrugas, cada mano anciana y cada descontento, cada observación... sus luces son las que justifican este compromiso, este trabajo y esta aventura.
Y algunas sombras, a pesar del cansancio, del mal sabor de boca y de algún que otro trago amargo, respecto a éstos: paso palabra. La envidia es mala, pero el miedo más. Por suerte, mi madre  marcó la puerta de nuestra casa y la mediocridad paso de largo en nuestras vidas. Pobres de aquellos que la tienen sentada a su mesa para siempre. Ellos solos se retratan.


miércoles, 13 de mayo de 2015

Caminar del día

Amanece y se cuela la luz, suavizada por las cortinas, a través de las rendijas de la persiana. Se va llenando de claridad la habitación. Huele a café. Tengo una cafetera de esas que programas el día antes y te hace un café rico, rico justo para el momento en que suena el despertador. Mi alarma es olfativa, me despierta el olor del café casi al mismo tiempo que suena el tenue timbre de mi móvil. Salgo de la cama, evitando el peso de Lola a mis pies y voy en busca de mi dosis. La necesito. Sin café no soy persona, sobre todo, por las mañanas. Me preparo uno en taza grande. Un café largo con un poco de leche, sin azúcar, amargo y caliente. Me gusta así, que queme en la garganta el primer sorbo, que haya que esperar para tomarlo, que vaya enfriando mientras el calor se va transmitiendo de la taza a mis manos y el líquido va atemperando. Odio el café frío, como odio a las personas frías.
Vuelvo a la habitación, las luces del día son cada vez más claras. Me acerco a la ventana, miro hacia afuera ¿Qué tiempo hará? Yo que siempre quise ver tejados, poblados de árboles desnudos de hojas todo el año, esqueletos metálicos que conforman bosques de ciudad, sólo veo aburridas ventanas iguales de un edificio idéntico al mío. No hay nada interesante enfrente si acaso mi vecino. Por cierto ¿Qué hace hoy? En el mismo piso, a la misma altura, un chico solo como yo que cada día sigue la misma rutina. Se levanta. Abre la cama. Echa la ropa hacia atrás. Se va a duchar. Vuelve vestido. Hace la cama y sale a la calle. Camina siempre muy rápido. Cuando me cruzo con él, las pocas veces que lo he hecho, lleva unas extrañas e imposibles combinaciones de colores. Como una apreciación personal, diría que mantiene una extraña relación con la paleta de colores. Nunca lo he visto hablar con nadie, ni comprar en los comercios del barrio. Sale del portal, se dirige siempre hacia el mismo lado de la calle y cruza el puente. Qué raro se me hace verle cada mañana desde el otro lado de la calle y no saber nada en absoluto de él.
Miro la calle vacía, sin apenas gente, la panadería cerrada y el reloj de la farmacia de la esquina. Solos, mi vecino y yo, a la altura de un 4º piso. Pienso en cualquier cosa.
Es medio día, voy hasta mi bosque. Es mío al menos como admiradora, lo he encontrado en una ventana. He cambiado el trayecto por el que paseo con Lola despues de comer haciendo el recorrido un poco más largo, caminamos hasta el centro de salud. Hay un espacio verde donde solían ir muchos perros con sus amos, ahora les han robado parte. Han hecho un talud enorme para sujetar la nueva pasarela que une el barrio con el centro comercial. Una pasarela que tiene la escalera más empinada que yo haya visto nunca. Creo que la ha financiado el propio Carrefour. Caminando por esa calle en dos ventanas, porque los árboles están repartidos, he descubierto un bosque. Cada vez que paso, no puedo evitar mirar hacia arriba e imaginarme el trabajo de su dueño cuidando su pequeño paraíso y me emociono. Parece ser que en este arte, ah, no lo he dicho, se trata de un bosque de bonsais, el árbol representa un puente entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra. Así la persona que era capaz de conservar un árbol en una maceta era merecedor de la eternidad. Pues este señor, en un barrio humilde de Oviedo, este señor quién sea, tiene un bosque en su ventana y me apasiona la idea, me encanta. Ya sé que nunca será como el robledal de mi padre, pero algo es algo. Es su aportación a la belleza del lugar inhóspito que es este sitio, esta ciudad y este mundo. Su parcela de belleza y libertad. Algunos dirán que los árboles estarían mejor en el monte, pero seguro que este hombre cuando los mire y los mime sentirá que es afortunado y que parte de su felicidad se la da su pequeño y particular milagro. Y sí, estoy presumiendo que es feliz y, a lo mejor, lo está pasando fatal y es un desgraciao, pero prefiero creer eso y cada vez que paso por allí, sentir un pinchazo de envidia.
Pienso en el rocío de la mañana sobre el verde tapiz de la maceta, en la pequeña sombra que producen los minúsculos árboles enanos, en la presencia de diminutos seres mágicos que desde el alféizar de la ventana se asoman a cotillear la vida de ese hombre y su familia. ¿Tendrá familia o lo serán los bonsáis?
Media tarde. Llego a casa del trabajo, menos mal que tengo a Lola siempre dispuesta a lo que sea para que le preste atención y, por un momento, hacerme olvidar mis preocupaciones. La misma rutina, el mismo desorden. Ni por un instante me puede la obligación de ordenar nada. Vivo instalada en el caos. Montones de libros descolocados, fuera de su sitio, incluso por el suelo. Ropa tendida en cualquier lado, donde se me ocurra. Nunca compréis una casa que no tenga un lugar para secar la ropa, aunque sea la mínima expresión de tendedero. Me tiro en la cama. Algunos días estoy tan cansada que me rendiría a las 18,30. "Sólo diez minutos", me prometo, para estirar los músculos agarrotados tras 8 horas delante del ordenador. A través de la ventana, que casi siempre está abierta, me doy cuenta de que el barrio parece por fin haber despertado. 12 horas desde que yo me he levantado, cuando ya he cumplido mis deberes y librado mil batallas, ahora que lo que queda del día ya sólo es tiempo para mi y para los mios, ocio puro y duro, el barrio despierta. Es imposible estar en la habitación acostada con este ruido. A no ser claro que quieras escuchar cada una de las historias que pasan por la calle. Y mira que digo "escuchar" que no "ver". No hace falta asomarse a pesar de la altura. Qué gente dios mio, qué ganas de que todos conozcamos sus miserias, qué exposición de vidas y problemas. ¿Qué ganan con ello a las siete de la tarde? Baja el calor, cambia la luz, el barrio sigue andando. Ir y venir de niños comiendo bocadillos de Nocilla o bollos industriales. Los niños nunca se pelean por la fruta. Abuelos paseando, contrastan sus pieles transparentes pobladas de venas azules y sus ojos cansados con las pieles oscuras y los ojos vivos de sus cuidadores casi siempre procedentes del otro lado de cualquier frontera donde la esperanza siempre viaja en patera, real o imaginaria. Coches en doble fila, gente que se baja un momento al Alimerka y hace la compra semanal, un matrimonio que discute en voz más alta de lo normal, un leve incidente de tráfico de casi se solventa a bofetadas, unos adolescentes que se comen a besos en el portal mientras la vecina del quinto que busca las llaves en el bolso les mira de soslayo entre censora y envidiosa. El barrio está vivo, se conoce por el ruido de las terrazas abarrotadas, la gente en el parque, la primavera que ha llegado para quedarse. Llaman a Lola sus colegas desde la calle ¿son ladridos? No, son voces amigas. Entre ellos se entienden y ella les contesta “Bajo más tarde”
Mi habitación se ilumina con una luz naranja y mágica. Pienso en otro atardecer en otro bosque, hace ya tiempo, la luz colándose entre los árboles y tú alejándote de mi para siempre, dejándome allí sola, sin mirar atrás, sin arrepentimientos. Me entristezco con esa luz de vida.
 
Llega la noche y con ella regresan las ganas de vivir. Salimos a la calle. Amarillo, verde, azul conforman el semáforo del reciclaje. Años de política municipal y la gente aún no parece aclararse. Hace falta voluntad y ganas de aprender. Bajamos caminando por dentro del barrio. Es gris y feo, popular y humilde. Hombres solos fumando a las puertas de cada uno de los mil bares. Nada nuevo, caras oscuras, caras de crisis y aburrimiento. Vino peleón y fútbol en la tele. Cada día fútbol, tabla de salvación y ajenamiento. Me paro frente al escaparate de la librería, cada día lo hago. Busco novedades y algo interesante. Siempre encuentro algo entre la oferta diversa que se adapta a los gustos de los lectores. Muchas lecturas comerciales y bestsellers, estrellas mediáticas de medio pelo y de polvo y medio metidas a ¿escritoras?
Pienso en el antiguo dueño. Murió pronto como casi todos los buenos. En todo lo que hizo por el barrio y por la cultura de esta ciudad provinciana y cateta. Una luz en medio de aquellas calles, una luz que salía desde allí fugándose Tenderina arriba. Sigo andando, desde dónde estoy veo la torre de la Catedral, es otra pincelada de luz y color en medio de tanta mediocridad. Nuestro paseo llega a su ecuador y vuelvo hacia casa con Lola a mi lado, fiel y curiosa, olisqueando y descubriendo, siempre preparada para sorprenderse como una niña pequeña. Siento una bofetada de realidad golpeando mi cara. Un paisaje deshabitado y desolado, como de campo de batalla. Casas derruidas y abandonadas, refugio de desterrados del olvidado estado de bienestar. ¿Cuántos viven allí entre tesoros rescatados de la basura? El fruto de la burbuja inmobiliaria.
Me acuesto. Abro un libro. Solo alcanzo de leer unas líneas. Me duermo rápido y sueño. Sueño con el manzano de mi pueblo en el que paran todos los pájaros a descansar camino de sus nidos. Sueño con la sombra de los álamos en la carretera al lado de la iglesia, con la palmera de la Fábrica de Armas por la que mi abuela media la intensidad del viento, con el viejo árbol que talaron cuando sacaron las vías del tren de la ciudad y con el que, desde la ventana de casa de mis padres, hacíamos la transición de estación en estación. Nadie pretendió salvar aquel árbol. No hubo defensa para él como no la hay para tantos otros pequeños y viejos, indefensos y feos.

Suena el timbre del móvil. Son las 6.00 de la mañana. Un barrendero riega la calle. Amanece un nuevo día.