Amanece y se cuela la luz, suavizada por las cortinas, a través de
las rendijas de la persiana. Se va llenando de claridad
la habitación. Huele a café. Tengo una cafetera de esas que
programas el día antes y te hace un café rico, rico justo para el
momento en que suena el despertador. Mi alarma es olfativa, me
despierta el olor del café casi al mismo tiempo que suena el tenue
timbre de mi móvil. Salgo de la cama, evitando el peso de Lola a mis
pies y voy en busca de mi dosis. La necesito. Sin café no soy
persona, sobre todo, por las mañanas. Me preparo uno en taza grande.
Un café largo con un poco de leche, sin azúcar, amargo y caliente.
Me gusta así, que queme en la garganta el primer sorbo, que
haya que esperar para tomarlo, que vaya enfriando mientras el calor
se va transmitiendo de la taza a mis manos y el líquido va
atemperando. Odio el café frío, como odio a las personas frías.
Vuelvo a la habitación, las luces del día son cada
vez más claras. Me acerco a la ventana, miro hacia afuera ¿Qué
tiempo hará? Yo que siempre quise ver tejados,
poblados de árboles desnudos de hojas todo el año, esqueletos
metálicos que conforman bosques de ciudad, sólo veo aburridas
ventanas iguales de un edificio idéntico al mío. No hay nada interesante enfrente si acaso mi vecino. Por cierto ¿Qué hace hoy? En el mismo
piso, a la misma altura, un chico solo como yo que cada
día sigue la misma rutina. Se levanta. Abre la cama. Echa la ropa
hacia atrás. Se va a duchar. Vuelve vestido. Hace la cama y sale a
la calle. Camina siempre muy rápido. Cuando me cruzo con él, las
pocas veces que lo he hecho, lleva unas extrañas e imposibles
combinaciones de colores. Como una apreciación personal,
diría que mantiene una extraña relación con la paleta de colores.
Nunca lo he visto hablar con nadie, ni comprar en los comercios del
barrio. Sale del portal, se dirige siempre hacia el mismo lado de la
calle y cruza el puente. Qué raro se me hace verle cada mañana
desde el otro lado de la calle y no saber nada en absoluto de él.
Miro la calle vacía, sin apenas gente, la panadería cerrada y el reloj de la farmacia de la esquina. Solos, mi
vecino y yo, a la altura de un 4º piso. Pienso en cualquier cosa.
Es medio día, voy hasta mi bosque. Es mío al menos como admiradora, lo he encontrado en una ventana. He cambiado
el trayecto por el que paseo con Lola despues de comer haciendo el
recorrido un poco más largo, caminamos hasta el centro de salud. Hay un espacio verde donde
solían ir muchos perros con sus amos, ahora les han robado parte. Han hecho un talud enorme para sujetar la nueva pasarela
que une el barrio con el centro comercial. Una pasarela que tiene la
escalera más empinada que yo haya visto nunca. Creo que la ha
financiado el propio Carrefour. Caminando por esa calle en dos
ventanas, porque los árboles están repartidos, he descubierto un bosque. Cada
vez que paso, no puedo evitar mirar hacia arriba e imaginarme el
trabajo de su dueño cuidando su pequeño paraíso y me emociono.
Parece ser que en este arte, ah, no lo he dicho, se trata de un
bosque de bonsais, el árbol representa un puente entre lo divino y
lo humano, entre el cielo y la tierra. Así la persona que era capaz
de conservar un árbol en una maceta era merecedor de la eternidad.
Pues este señor, en un barrio humilde de Oviedo, este señor quién
sea, tiene un bosque en su ventana y me apasiona la idea, me encanta.
Ya sé que nunca será como el robledal de mi padre, pero algo es
algo. Es su aportación a la belleza del lugar inhóspito que es este
sitio, esta ciudad y este mundo. Su parcela de belleza y libertad. Algunos dirán que los árboles estarían
mejor en el monte, pero seguro que este hombre cuando los mire y los mime
sentirá que es afortunado y que parte de su felicidad se la da su
pequeño y particular milagro. Y sí, estoy presumiendo que es feliz
y, a lo mejor, lo está pasando fatal y es un desgraciao, pero
prefiero creer eso y cada vez que paso por allí, sentir un pinchazo de envidia.
Pienso en el rocío de la mañana sobre el verde tapiz de la maceta, en la pequeña sombra que producen los minúsculos árboles enanos, en la presencia de diminutos seres mágicos que desde el alféizar de la ventana se asoman a cotillear la vida de ese hombre y su familia. ¿Tendrá familia o lo serán los bonsáis?
Pienso en el rocío de la mañana sobre el verde tapiz de la maceta, en la pequeña sombra que producen los minúsculos árboles enanos, en la presencia de diminutos seres mágicos que desde el alféizar de la ventana se asoman a cotillear la vida de ese hombre y su familia. ¿Tendrá familia o lo serán los bonsáis?
Media tarde. Llego a casa del
trabajo, menos mal que tengo a Lola siempre dispuesta a
lo que sea para que le preste atención y, por un momento, hacerme
olvidar mis preocupaciones. La misma rutina, el mismo
desorden. Ni por un instante me puede la obligación de ordenar nada.
Vivo instalada en el caos. Montones de libros descolocados, fuera de
su sitio, incluso por el suelo. Ropa tendida en cualquier lado, donde
se me ocurra. Nunca compréis una casa que no tenga un lugar para secar la ropa, aunque
sea la mínima expresión de tendedero. Me tiro en la
cama. Algunos días estoy tan cansada que me rendiría a las 18,30.
"Sólo diez minutos", me prometo, para estirar los músculos
agarrotados tras 8 horas delante del ordenador. A través de la ventana, que casi siempre está abierta, me doy
cuenta de que el barrio parece por fin haber despertado. 12
horas desde que yo me he levantado, cuando ya he cumplido mis deberes y
librado mil batallas, ahora que lo que queda del día ya sólo es tiempo para mi
y para los mios, ocio puro y duro, el barrio despierta. Es imposible
estar en la habitación acostada con este ruido. A no ser
claro que quieras escuchar cada una de las historias que pasan por la
calle. Y mira que digo "escuchar" que no "ver".
No hace falta asomarse a pesar de la altura. Qué gente dios mio, qué
ganas de que todos conozcamos sus miserias, qué exposición de vidas y problemas. ¿Qué ganan con ello a
las siete de la tarde? Baja el calor, cambia la luz,
el barrio sigue andando. Ir y venir de niños comiendo bocadillos de
Nocilla o bollos industriales. Los niños nunca se pelean por la
fruta. Abuelos paseando, contrastan sus pieles transparentes pobladas
de venas azules y sus ojos cansados con las pieles oscuras y los ojos
vivos de sus cuidadores casi siempre procedentes del otro lado de cualquier
frontera donde la esperanza siempre viaja en patera, real o
imaginaria. Coches en doble fila, gente que se baja un momento al
Alimerka y hace la compra semanal, un matrimonio que discute en voz
más alta de lo normal, un leve incidente de tráfico de casi se solventa a bofetadas, unos
adolescentes que se comen a besos en el portal mientras la vecina del
quinto que busca las llaves en el bolso les mira de soslayo
entre censora y envidiosa. El barrio está vivo, se conoce por el
ruido de las terrazas abarrotadas, la gente en el parque, la
primavera que ha llegado para quedarse. Llaman a Lola sus colegas
desde la calle ¿son ladridos? No, son voces amigas. Entre ellos se
entienden y ella les contesta “Bajo más tarde”
Mi habitación se ilumina con una luz naranja y mágica. Pienso en otro atardecer en otro bosque, hace ya tiempo, la luz colándose entre los árboles y tú alejándote de mi para siempre, dejándome allí sola, sin mirar atrás, sin arrepentimientos. Me entristezco con esa luz de vida.
Mi habitación se ilumina con una luz naranja y mágica. Pienso en otro atardecer en otro bosque, hace ya tiempo, la luz colándose entre los árboles y tú alejándote de mi para siempre, dejándome allí sola, sin mirar atrás, sin arrepentimientos. Me entristezco con esa luz de vida.
Llega la noche y con ella regresan
las ganas de vivir. Salimos a la calle. Amarillo, verde, azul conforman el
semáforo del reciclaje. Años de política municipal y la gente aún
no parece aclararse. Hace falta voluntad y ganas de aprender. Bajamos
caminando por dentro del barrio. Es gris y feo, popular y humilde.
Hombres solos fumando a las puertas de cada uno de los mil bares.
Nada nuevo, caras oscuras, caras de crisis y aburrimiento. Vino
peleón y fútbol en la tele. Cada día fútbol, tabla de salvación
y ajenamiento. Me paro frente al escaparate de la librería,
cada día lo hago. Busco novedades y algo interesante. Siempre
encuentro algo entre la oferta diversa que se adapta a los gustos de los
lectores. Muchas lecturas comerciales y bestsellers, estrellas
mediáticas de medio pelo y de polvo y medio metidas a ¿escritoras?
Pienso en el antiguo dueño. Murió pronto como casi todos los buenos. En todo lo que hizo por el barrio y por la cultura de esta ciudad provinciana y cateta. Una luz en medio de aquellas calles, una luz que salía desde allí fugándose Tenderina arriba. Sigo andando, desde dónde estoy veo la torre de la Catedral, es otra pincelada de luz y color en medio de tanta mediocridad. Nuestro paseo llega a su ecuador y vuelvo hacia casa con Lola a mi lado, fiel y curiosa, olisqueando y descubriendo, siempre preparada para sorprenderse como una niña pequeña. Siento una bofetada de realidad golpeando mi cara. Un paisaje deshabitado y desolado, como de campo de batalla. Casas derruidas y abandonadas, refugio de desterrados del olvidado estado de bienestar. ¿Cuántos viven allí entre tesoros rescatados de la basura? El fruto de la burbuja inmobiliaria.
Me acuesto. Abro un libro. Solo alcanzo de leer unas líneas. Me duermo rápido y sueño. Sueño con el manzano de mi pueblo en el que paran todos los pájaros a descansar camino de sus nidos. Sueño con la sombra de los álamos en la carretera al lado de la iglesia, con la palmera de la Fábrica de Armas por la que mi abuela media la intensidad del viento, con el viejo árbol que talaron cuando sacaron las vías del tren de la ciudad y con el que, desde la ventana de casa de mis padres, hacíamos la transición de estación en estación. Nadie pretendió salvar aquel árbol. No hubo defensa para él como no la hay para tantos otros pequeños y viejos, indefensos y feos.
Pienso en el antiguo dueño. Murió pronto como casi todos los buenos. En todo lo que hizo por el barrio y por la cultura de esta ciudad provinciana y cateta. Una luz en medio de aquellas calles, una luz que salía desde allí fugándose Tenderina arriba. Sigo andando, desde dónde estoy veo la torre de la Catedral, es otra pincelada de luz y color en medio de tanta mediocridad. Nuestro paseo llega a su ecuador y vuelvo hacia casa con Lola a mi lado, fiel y curiosa, olisqueando y descubriendo, siempre preparada para sorprenderse como una niña pequeña. Siento una bofetada de realidad golpeando mi cara. Un paisaje deshabitado y desolado, como de campo de batalla. Casas derruidas y abandonadas, refugio de desterrados del olvidado estado de bienestar. ¿Cuántos viven allí entre tesoros rescatados de la basura? El fruto de la burbuja inmobiliaria.
Me acuesto. Abro un libro. Solo alcanzo de leer unas líneas. Me duermo rápido y sueño. Sueño con el manzano de mi pueblo en el que paran todos los pájaros a descansar camino de sus nidos. Sueño con la sombra de los álamos en la carretera al lado de la iglesia, con la palmera de la Fábrica de Armas por la que mi abuela media la intensidad del viento, con el viejo árbol que talaron cuando sacaron las vías del tren de la ciudad y con el que, desde la ventana de casa de mis padres, hacíamos la transición de estación en estación. Nadie pretendió salvar aquel árbol. No hubo defensa para él como no la hay para tantos otros pequeños y viejos, indefensos y feos.
Suena el timbre del móvil. Son las 6.00 de la mañana. Un barrendero riega la calle. Amanece un nuevo día.
¡Qué madera de escritora tienes!
ResponderEliminarMe han reñido porque no es un texto para blog, tienen razón, pero está chulo. Gracias. Un beso
EliminarMe ha gustado mucho. Especialmente lo del bosque de bonsais (todos deberíamos procurarnos nuestra pequeña parcela de belleza y libertad) y el párrafo que termina con "Me entristezco con esa luz de vida".
ResponderEliminarBesos!!
Lo del bosque de bonsáis es verdad, ya lo use en otra entrada del blog. Si no fuera porque me parece una violación de la intimidad le haría una foto, me intriga mucho esa persona.
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