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jueves, 5 de febrero de 2015

Reescribiendo Cenicienta (ii)

Petra, la fiel ama de llaves.

Me llamo Petra y llevo en esta casa desde que era una niña. La madre del actual amo fue mi primera señora. Ella me enseñó con paciencia y dedicación todo lo que sé, con ella aprendí mis primeras letras y las claves para llevar una casa de este tamaño. Cuando el hijo de los señores heredó estas tierras permanecí fiel junto a él y, en silencio, cumplí con mi papel de ama de llaves. Gracias a mi puesto he podido presenciar todo lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos y por ello quiero contároslo para que todos sepan la injusticia que se está cometiendo.
En esta casa vivía un matrimonio feliz y acomodado con una pequeña hija. Cenicienta llaman a la niña. Yo la bautice con ese nombre pues todo a su alrededor ha tomado ese tono. La nueva familia de su padre la ha exiliado de sus aposentos a la cocina. Son mis brazos los que le dan cobijo y mis oídos los que escuchan sus lamentos. La hija querida de sus padres, la hermosa e inocente niña, la huérfana de madre lo es ahora también de padre. El ha demostrado que no merece que le llamen así, como tampoco es merecedor de ser el viudo de su primera esposa. Es una vergüenza que esto esté pasando y que mis cansados ojos tengan que presenciarlo. Si la señora supiera lo que está ocurriendo desde que ella falta volvería a morirse, pero esta vez de pena.
Como iba contando este matrimonio vivía sin preocupaciones ni problemas, ocupándose sólo de que su hija querida tuviera lo mejor y recibiera una esmerada educación. Madre e hija pasaban mucho tiempo juntas, haciendo planes sobre conocer otros países y ampliar horizontes. Quiso la mala fortuna que la enfermedad entrará por la puerta a visitar a la señora para cambiar la suerte de todos nosotros. Sufrimos mucho el tiempo que duró la enfermedad. El amante marido, entregado hasta el final, apenas se separaba de su lado y cuando lo hacía para ocuparse de sus obligaciones aparecía como un hombre derrotado y abatido. A menudo acudía al pabellón de caza o a las caballerizas y allí, mientras su esposa descansaba, él encontraba consuelo cepillando con delicadeza a sus caballos y llorando sin parar hasta caer rendido. Sólo el sueño conseguía que olvidase el negro futuro que se cernía sobre la casa. Nada podía presagiar que al final sería la pobre niña la que se llevaría la peor parte. El señor estaba loco ante la perspectiva de perder a su bella esposa. Estaba perdido sin su sostén. Ella que sólo veía belleza incluso en las cosas más feas. Si había algún problema, la señora le tomaba de la mano y con su dulce voz le decía que no se preocupara, que ya pensarían la solución, con su mirada limpia calmaba su tribulación.
Y para la casa ¿Cómo era la señora para la casa? Conmigo siempre fue afectuosa, claro que sabía bien en manos de quién había depositado las responsabilidades domésticas. Aunque respetaba mis decisiones, no había un solo día que ella no supervisará o repasará conmigo las tareas. Su control era tal que sabía en cada momento qué era necesario en la despensa, en qué alacena se guardaba cada pieza del ajuar y en qué cajón cada mantel de delicado hilo. Inspeccionaba todos los rincones, se preocupaba desde las humildes ollas y sartenes, hasta las delicadas tazas de porcelana, ocupándose de que todo estuviera limpio y reluciente, preparado para dar una gran fiesta. Menudas fiestas que se organizaban en aquellos felices tiempos. Aquellos si que eran bailes y banquetes. Venía lo más selecto de la sociedad. Nobles y artistas eran bienvenidos. Pintores, músicos, poetas todos tenían sitio en aquellas entrañables veladas. Recuerdo un año que vinieron hasta los Reyes con el pequeño príncipe. Su pequeño hijo rompió una de las jarras de agua, menudo trasto. He oído que está buscando esposa. Cuán rápido ha transcurrido el tiempo, aquel chiquillo torpe y legañoso que sólo sabía sorber los mocos va a casarse y creo que, después de rechazar a todas las princesas propuestas por su padre, busca candidatas en la zona. Dicen en la ciudad que por ese motivo van a dar un gran baile que durará tres días. ¡Ay, qué feliz sería si pudiera ir mi Cenicienta! Si la señora viviera, la niña tendría los vestidos más bonitos y el peinado más elegante. ¡Qué diferente sería todo!
Pero volviendo a la historia que nos ocupa, ya decía la señora que me emociono tanto hablando que pierdo el hilo. El verano se llevó consigo a la amada señora. Tardó poco el señor en reponerse de la visita de la parca que no por esperada dejó de entristecernos. Tardó poco también en volver a casarse. Se la encontró en casa de unos vecinos. Habían insistido en que participase en un recital de música y creyó que no era malo salir de su escondite. Allí estaba ella, la primera mujer de la que estuvo enamorado o mejor, de la que creyó estar enamorado. Ella, la que le dejó para casarse con un hombre más rico que él, estaba sentada en el centro de aquel salón, entre sus dos hijas y reluciendo a sus ojos tan bella como cuando ambos eran jóvenes y solteros. Ella, que dicen las malas lenguas arruinó a su primer esposo que murió al poco tiempo en un duelo defendiendo su honor y el de su matrimonio. Ella estaba allí llenando con su presencia la estancia y él la vio tan hermosa como la había visto la última vez y borrando de un plumazo su traición primera cayó rendido a sus pies. En apenas un mes, sin respetar ni la memoria, ni las costumbres, saltándose a la torera el tiempo prudencial del duelo, organizaron la boda. Una gran boda como quería ella, una espectacular celebración que no era ni apropiada ni de buen gusto y en la que relegaron a Cenicienta desde el primer momento. Así de la mano del amo, que de aquella manera dejó de ser señor para convertirse en amo, que dejó de ser padre para convertirse en extraño manifestando su carácter débil y medroso, tomó posesión esa bruja, esa madrastra y sus hijas de esta mansión y, sin dejar que pasara un momento, sin disimular un ápice, las tres bajo la mirada nublada del padre le declararon la guerra a Cenicienta que era la única con autoridad moral para decirle a su padre que se estaba equivocando, para recordarle cómo eran las cosas.
Así cada día yo soy testigo de los agravios y desprecios que sufre la que fue la niña de esta casa. Veo, sin poder hacer nada, las penurias que le hacen pasar: la han despojado de sus ropas y le han robado su habitación, la han recluido en la cocina y ha perdido la libertad para moverse por la casa no pudiendo siquiera entrar en las habitaciones que ocupó su madre. Pero lo peor sobre todas las cosas, es que le han arrebatado el amor de su padre. Cenicienta ha abandonado su niñez para empezar un camino de espinas y piedras. Un camino que empezó con la muerte de su madre y siguió con la llegada de la segunda mujer de su padre a esta casa.








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