Llevo
un mes haciendo los fines de semana prácticamente lo mismo:
tanatorio, cementerio y reunión con amigos. Espero que mañana, si
la nieve nos deja y celebramos mi cumpleaños, se cierre el círculo
éste en el que parece hemos entrado y la primavera que está a la
vuelta de la esquina nos dé una tregua. Vamos a ver. A mi lo que me
gusta es escribir de libros y contar historias, no me gusta escribir
necrológicas, pero algunas veces la historia de la persona que se va
te remueve tanto que le debes al menos unas letras. Ahí van las
mías.
Ya escribí el otro día que uno empieza a hacerse viejo cuando dejan de morirse los abuelos para empezar a hacerlo los padres, los propios o los de otros. Y no me refiero, claro está, a los que pierden a sus progenitores siendo niños, en ese caso el sentimiento es otro que nada tiene que ver con envejecer y sí con pérdida y miedo, congoja y pesadillas. La pérdida de los padres a la edad que sea marca un antes y un después en la vida de las personas, lo tengo clarísimo. Yo sólo pido a Dios, al mío, dos cosas que se los lleve tarde y que no sufran. Puestos a pedir que no quede.
Escribo hoy aunque no pensaba hacerlo porque se ha muerto una vecina de mis padres, una de las de toda la vida. Los que hemos vivido en un edificio sin ascensor sabemos el vínculo casi familiar que se establecía en las comunidades de vecinos. Sobre todo cuando tienes unos padres como los míos. Mi madre expansiva de carácter y buena conversadora, siempre sin prisas para charlar, cálida y cercana y mi padre que si no hay nada que decir, no lo dice, pero con él que todo el mundo cuenta para las cosas importantes. Una madre cercana y un padre callado, buena combinación. Mis padres llevan allí desde su primera noche de casados y ya va para cuarenta y seis años el mes que viene. Aquella era una comunidad de vecinos de las de antes: matrimonios más o menos jóvenes e hijos más o menos de las mismas edades que compartíamos escalera y a menudo jugábamos en la calle. Reconocíamos los olores y casi los sabores de los pucheros de las vecinas, las formas de tender. Recogíamos las prendas caídas de otros pisos en nuestro tendal y picábamos a la puerta para devolverlas, sin que eso fuera una molestia. Saltábamos de felpudo en felpudo para no pisar las rayas de las baldosas. Mi madre siempre les felicitaba las fiestas el día de Nochebuena de la que íbamos a cenar a casa de mi abuela. La vecina de puerta de mi madre se quedo a cargo de mi abuela el día que se casó mi hermano. Hoy recordé el primer fallecimiento que se produjo en el portal. Íbamos al colegio y mi madre no nos dejo encender la tele en todo el día en señal de duelo. Eran otros tiempos. No sé sí mejores o peores, simplemente diferentes.
El caso es que la vida que vivimos nunca es la que queremos. Unos quieren ser altos cuando son bajos. Otros quieren ser gordos cuando son flacos (estos los menos). Algunos quieren lo de los otros sin más razón que la envidia o la avaricia. Fuera de esas gilipolleces (que lo son) muchos tienen vidas que no se merecen, buenas personas a las que les toca subirse a una montaña rusa con el vagón, al que no le funcionan las medidas de seguridad, a punto de descarrilar o que tienen entre manos bombas de relojería dispuestas a explotar y llevarte por delante en mil pedazos en cada momento.
Mis vecinos vivieron ese tipo de vida. Una vida de sobresaltos y llamadas intempestivas, visitas al infierno y muchos bocadillos llevados por mi padre. Una vida en que lo penoso se convirtió en normal para ellos. Sin escándalos ni una palabra más alta que otra porque la pena se rumiaba en casa. Cinco hijos destinados a hacerles felices, pero cuya fórmula química estaba mal formulada. Años ochenta, drogas, enfermedad y muerte. Un matrimonio de los de antes, que recibieron felices el fruto de su amor, a los que les gustaba estar juntos y a los que el destino no les dio un momento de resuello. Cinco hijos son muchos hijos. Yo diría que demasiados. Pienso que quizás alguna responsabilidad tuvieran los padres. Sin duda, hicieron lo que pudieron y quererlos los quisieron hasta la extenuación. Años más tarde les toco criar a una nieta con la que intentaron enmendar algunos de los errores cometidos. La niña es guapa, por dentro y por fuera, y con una tremenda elegancia, ha sobrevivido en un mar embravecido gracias al salvavidas que le ofrecieron sus abuelos.
Nosotros no fuimos muy amigos de sus hijos. Mi hermano más del pequeño que era una monada de niño, noble y sonriente. Hace apenas un par de día, sin venir a cuento, recordábamos como escalaban por las paredes del pasillo y lo mucho que jugaron juntos. No creció nuestra amistad, porque sus vidas giraron en sentido contrario a las nuestras. Pronto hubo entradas y salidas sospechosas que más tarde se convirtieron en ausencias dolorosas. Tiene que ser tremendo para una madre perder a un hijo, pero tiene que ser peor ser testigo de como las vidas de los otros se acercan al precipicio, como ellos mismos las conducen hacia allí, como tus planes, tus sueños se van por el desagüe sin necesidad siquiera de tirar de la cadena. Los vecinos sólo podíamos compadecernos ante la mala suerte de aquellos padres pero nunca jamás dejamos de quererlos y respetarlos como la buena gente que era. Ese cariño fue el que siempre marcó nuestra relación con ellos.
María Teresa siempre fue una mujer entera, buena conversadora y cariñosa. Hasta el final cuando tenía que desplazarse en silla de ruedas, fue el pilar de su familia. La espina dorsal de un grupo desmembrado que siempre volvía a casa, al refugio de la madre, a su abrazo. Nunca siendo más joven la vi amargada, ya digo que la pena quedaba dentro de casa. La vi triste cuando empezó a torcerse la cosa definitivamente. Nunca dejo de tirar del carro en la medida de sus posibilidades. Recordaré siempre sus ojos llorosos a la luz del sol y su piel casi transparente, sus piernas varicosas y su alegría de vernos, pero, sobre todo, recordaré a la MADRE que fue, un título que llevo con la cabeza muy alta hasta el final de sus días.
Mi vecina se pasó los últimos años cuestionándole a Dios, el mío, las razones de tanto mal trago. Tremendamente enfadada con Él, siempre me lo decía. "¿Por qué?" le preguntaba una y otra vez, unas veces loca de impotencia y otras intentando conservar la serenidad. "¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros?" Siempre la misma pregunta, siempre sin respuesta.
Sólo tengo un deseo para ella, espero que la muerte le traiga la paz y el descanso que no le dio la vida. Descanse en paz.
Ya escribí el otro día que uno empieza a hacerse viejo cuando dejan de morirse los abuelos para empezar a hacerlo los padres, los propios o los de otros. Y no me refiero, claro está, a los que pierden a sus progenitores siendo niños, en ese caso el sentimiento es otro que nada tiene que ver con envejecer y sí con pérdida y miedo, congoja y pesadillas. La pérdida de los padres a la edad que sea marca un antes y un después en la vida de las personas, lo tengo clarísimo. Yo sólo pido a Dios, al mío, dos cosas que se los lleve tarde y que no sufran. Puestos a pedir que no quede.
Escribo hoy aunque no pensaba hacerlo porque se ha muerto una vecina de mis padres, una de las de toda la vida. Los que hemos vivido en un edificio sin ascensor sabemos el vínculo casi familiar que se establecía en las comunidades de vecinos. Sobre todo cuando tienes unos padres como los míos. Mi madre expansiva de carácter y buena conversadora, siempre sin prisas para charlar, cálida y cercana y mi padre que si no hay nada que decir, no lo dice, pero con él que todo el mundo cuenta para las cosas importantes. Una madre cercana y un padre callado, buena combinación. Mis padres llevan allí desde su primera noche de casados y ya va para cuarenta y seis años el mes que viene. Aquella era una comunidad de vecinos de las de antes: matrimonios más o menos jóvenes e hijos más o menos de las mismas edades que compartíamos escalera y a menudo jugábamos en la calle. Reconocíamos los olores y casi los sabores de los pucheros de las vecinas, las formas de tender. Recogíamos las prendas caídas de otros pisos en nuestro tendal y picábamos a la puerta para devolverlas, sin que eso fuera una molestia. Saltábamos de felpudo en felpudo para no pisar las rayas de las baldosas. Mi madre siempre les felicitaba las fiestas el día de Nochebuena de la que íbamos a cenar a casa de mi abuela. La vecina de puerta de mi madre se quedo a cargo de mi abuela el día que se casó mi hermano. Hoy recordé el primer fallecimiento que se produjo en el portal. Íbamos al colegio y mi madre no nos dejo encender la tele en todo el día en señal de duelo. Eran otros tiempos. No sé sí mejores o peores, simplemente diferentes.
El caso es que la vida que vivimos nunca es la que queremos. Unos quieren ser altos cuando son bajos. Otros quieren ser gordos cuando son flacos (estos los menos). Algunos quieren lo de los otros sin más razón que la envidia o la avaricia. Fuera de esas gilipolleces (que lo son) muchos tienen vidas que no se merecen, buenas personas a las que les toca subirse a una montaña rusa con el vagón, al que no le funcionan las medidas de seguridad, a punto de descarrilar o que tienen entre manos bombas de relojería dispuestas a explotar y llevarte por delante en mil pedazos en cada momento.
Mis vecinos vivieron ese tipo de vida. Una vida de sobresaltos y llamadas intempestivas, visitas al infierno y muchos bocadillos llevados por mi padre. Una vida en que lo penoso se convirtió en normal para ellos. Sin escándalos ni una palabra más alta que otra porque la pena se rumiaba en casa. Cinco hijos destinados a hacerles felices, pero cuya fórmula química estaba mal formulada. Años ochenta, drogas, enfermedad y muerte. Un matrimonio de los de antes, que recibieron felices el fruto de su amor, a los que les gustaba estar juntos y a los que el destino no les dio un momento de resuello. Cinco hijos son muchos hijos. Yo diría que demasiados. Pienso que quizás alguna responsabilidad tuvieran los padres. Sin duda, hicieron lo que pudieron y quererlos los quisieron hasta la extenuación. Años más tarde les toco criar a una nieta con la que intentaron enmendar algunos de los errores cometidos. La niña es guapa, por dentro y por fuera, y con una tremenda elegancia, ha sobrevivido en un mar embravecido gracias al salvavidas que le ofrecieron sus abuelos.
Nosotros no fuimos muy amigos de sus hijos. Mi hermano más del pequeño que era una monada de niño, noble y sonriente. Hace apenas un par de día, sin venir a cuento, recordábamos como escalaban por las paredes del pasillo y lo mucho que jugaron juntos. No creció nuestra amistad, porque sus vidas giraron en sentido contrario a las nuestras. Pronto hubo entradas y salidas sospechosas que más tarde se convirtieron en ausencias dolorosas. Tiene que ser tremendo para una madre perder a un hijo, pero tiene que ser peor ser testigo de como las vidas de los otros se acercan al precipicio, como ellos mismos las conducen hacia allí, como tus planes, tus sueños se van por el desagüe sin necesidad siquiera de tirar de la cadena. Los vecinos sólo podíamos compadecernos ante la mala suerte de aquellos padres pero nunca jamás dejamos de quererlos y respetarlos como la buena gente que era. Ese cariño fue el que siempre marcó nuestra relación con ellos.
María Teresa siempre fue una mujer entera, buena conversadora y cariñosa. Hasta el final cuando tenía que desplazarse en silla de ruedas, fue el pilar de su familia. La espina dorsal de un grupo desmembrado que siempre volvía a casa, al refugio de la madre, a su abrazo. Nunca siendo más joven la vi amargada, ya digo que la pena quedaba dentro de casa. La vi triste cuando empezó a torcerse la cosa definitivamente. Nunca dejo de tirar del carro en la medida de sus posibilidades. Recordaré siempre sus ojos llorosos a la luz del sol y su piel casi transparente, sus piernas varicosas y su alegría de vernos, pero, sobre todo, recordaré a la MADRE que fue, un título que llevo con la cabeza muy alta hasta el final de sus días.
Mi vecina se pasó los últimos años cuestionándole a Dios, el mío, las razones de tanto mal trago. Tremendamente enfadada con Él, siempre me lo decía. "¿Por qué?" le preguntaba una y otra vez, unas veces loca de impotencia y otras intentando conservar la serenidad. "¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros?" Siempre la misma pregunta, siempre sin respuesta.
Sólo tengo un deseo para ella, espero que la muerte le traiga la paz y el descanso que no le dio la vida. Descanse en paz.
Un bonito y sentido homenaje el que has hecho. Morir en paz y morir tranquilos creo que es lo máximo a lo que podemos aspirar como seres humanos. Espero que este sea el caso de esta madre.
ResponderEliminarCreo que ya te he felicitado el cumpleaños por facebook. Como soy un desastre y por si acaso te lo vuelvo a felicitar aunque sea con retraso. Espero que hayas podido celebrarlo como te mereces.
Besos!!
Si, gracias otra vez.
ResponderEliminarY yo por qué llevaría tantos días sin leerte?
ResponderEliminarSeguro que no ha sido intencionado, es el tiempo que nos atrapa y no nos deja pararnos a leer un rato. Un beso Gemma
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