Siempre supe que llegaría el día en que tendría
que enfrentar mis fantasmas como no supe hacer con aquellos dragones.
Imaginaba mil formas de contar a mi hija el secreto que me acompaña
desde niña. Siempre creí que confesar y tener en quién depositar
este dolor sería la única forma de purgar aquel pecado. No hay
madrugada que no despierte pensando en ello. No hay noche en la que
no me venza el sueño preguntándome por qué lo hice, por qué la
traicione, por qué la guíe de la mano hacia el borde mismo del
precipicio, de qué manera fue mi mano la que suavemente la empujó,
con qué autoridad corté el levísimo lazo que la mantenía unida a
la vida. Yo estaba muerta de miedo en la oscuridad de un mundo de
adultos. Sé que será inútil poner palabras a aquellos días, a
aquellas horas que repasó una y otra vez sin descanso. Qué podía
hacer con apenas seis años. Cómo iba a medir las consecuencias de
mis palabras. Cómo podía calcular el desastre que vino después si
lo único que hice fue responder a una pregunta de mi padre. Qué
sabía yo de los mayores. Hoy sé que mi madre era incapaz de hacer
nada de lo que decían sobre ella. Mi madre que sólo era un animal
asustado y perdido entre aquella maraña de brazos y piernas. Soy la
única culpable. Yo maté a mi madre.
Cuando nació mi hija Clara, me convencí de que
ella era el único canal para conseguir el perdón de mi madre. Sé
que Clara me ayudará a restañar esta herida, a descargar esta
culpa, a empezar a olvidar la forma en qué quebré el pacto
invisible que había entre nosotras.
El poder de la belleza. Carmen se
llamaba mi madre y era por definición una mujer de bandera. Había
sido el bebé más hermoso, la niña más guapa de la aldea y por
derecho se convirtió en la joven más bonita. Su belleza era tan
extraordinaria que hacia vulgares al resto, a todas las demás sin
excepción, no sólo a las que eran agraciadas sino incluso a las que
eran guapas. Sobresalía por bella e inteligente, por su conversación
y su capacidad para escuchar. Era inocente y pura, inexperta y
desconocedora de lo bueno y lo malo de la vida. En aquella rabiosa
belleza radicaba su dominio, el magnetismo que ejercía sobre todos,
hombres y mujeres. Ellos la admiraban y ellas la envidiaban. Sólo mi
abuela era consciente de aquel poder que no había aprendido a
manejar y que podía ser un problema. No había muchas opciones para
una niña como ella en aquellos tiempos. Casi todas pasaban por ir de
criada. Podías ir Oviedo, salir a algún lugar del extranjero donde
desconocías el idioma y las costumbres o quedarte allí y que la
señora de alguna casa grande te reclamará. A mi madre le hubiera
gustado ser maestra como su amiga Rosalía que ponía clase en
Bárzana, pero la comida en su casa era inversamente proporcional a
las bocas a alimentar, así que cuando surgió la posibilidad de
entrar a servir en casa de los Miranda, todos se alegraron de tener
una ración más a repartir y de que se quedara cerca. Todos menos mi
abuela que creía que en aquella casa había demasiados hombres y
casi todos jóvenes. En un último intento de mandar algo sobre su
familia, mi abuela sugirió que la chiquilla podía ir a aprender a
coser con Zulima como primero habían ido otras. "Es un buen
oficio" le susurró a su esposo como sólo ella sabía hacer
cuando quería conseguir algo a pesar del cansancio y de aquel
matrimonio ya tan largo, pero mi abuelo no consideró siquiera la
posibilidad. Su suerte estaba echada y su belleza que debía de haber
servido a su favor se convirtió en su mazmorra.
El poder del sexo. Tenía sólo quince
años cuando entró en aquella casa, la más rica, la más grande.
Decían que allí no se pasaba ni frío ni hambre nunca y donde
vivían cuatro jóvenes hermanos. A fuerza de trabajo la niña se
convirtió en una mujer cuyas formas fueron despertando los sentidos
desbocados y casi salvajes de los hermanos Miranda. Sus brazos y
piernas flacos como de araña se convirtieron en fuertes y bien
definidos, sus muslos y sus pechos se rellenaron, sus caderas planas
tomaron forma. Todo en ella paso de ser delicado y elegante a ser
voluptuoso y sensual. Los cuatro mantenían distinta actitud hacia
ella, una actitud que ella no acababa de entender. Ella no había
hecho nada y, de repente, la flor que destacaba entre las otras se
convirtió en el fruto más apetecible, en una bella mariposa que
ejercía un efecto perturbador y enfermizo en todo aquel que posaba
la vista en ella. No sabía nada de la vida, apenas lo que oía
contar a las mujeres en el río cuando bajaban a lavar la ropa, entre
risas y bromas. Las más atrevidas dejaban caer comentarios subidos
de tono, pero ella aún no conocía la fórmula para que aquellos
cuerpos jóvenes y esbeltos adquiriesen formas redondeadas en
primavera y aparecieran luego cargando seres diminutos que exigían
pecho a demanda. Desconocía todo acerca del poder del sexo, poder
que poseía sin haberlo ambicionado. Los hijos del amo pronto la
tuvieron en su punto de mira. Empezaron cortejándola cortésmente,
dedicándole requiebros y bromas bien intencionadas. Pronto cuando la
verdadera personalidad y naturaleza de los hermanos fue aflorando
como el mar embravecido que tenían dentro, uno de los hermanos se
desmarcó del resto. Mientras los otros comenzaron un acoso
asfixiante y siguieron con miradas groseras que llegaron a hacerla
sentir sucia y vulgar. No la dejaban respirar. Tomás, el que sería
mi padre, tomó la decisión de sacarla de allí, de alejarla de
aquellos brutos que eran sus hermanos, pendencieros y borrachos. Dijo
a mis abuelos que se casaban y se iban. La salvo, aunque sólo de
momento. Mis padres vivieron en Mieres seis años de plácido
espejismo. Sobrevivían como matrimonio gracias al profundo respeto y
amor que se profesaban pues la belleza de mi madre en lugar de
comenzar a marchitarse había crecido exponencialmente y ejercía un
efecto devastador entre la mayoría de los hombres. En Mieres, fruto
de aquella pareja apasionada, nací yo. Durante aquel exilio
voluntario mi padre apenas mantuvo contacto con su familia, pero
cuando mi abuelo enfermó y nos reclamó a su lado, volvimos. El
tiempo había puesto a cada uno en su sitio y el abuelo sabía que lo
único capaz de conseguir que su menguada fortuna por la mala
administración de sus otros hijos no se fuera por el desagüe
definitivamente era conseguir que Tomás, el buen hijo y entregado
padre, el fiel marido e intenso amante, regresara a casa y tomara las
riendas a sabiendas del peligro que eso suponía para Carmen que nada
más poner el pie en la aldea volvería a convertirse en la presa que
nunca había dejado de ser.
El poder del miedo. Regresaron y, como
la niebla, el miedo comenzó a enraizar entre nosotros, cubriéndolo
todo. Mis tíos espiaban cada paso de mi madre que se había
convertido en su obsesión. La seguían a la fuente. La buscaban en
el río donde madres e hijos se bañaban juntos cada tarde de aquel
verano. La desnudaban con sus miradas sucias tan parecidas a la
limpia mirada de mi padre. La abusaban sin tocarla con sus manos
capaces de hacer daño que tanto recordaban a las fuertes manos de mi
padre. La violentaban rozándola a cada instante con aquellos cuerpos
de espaldas tan iguales a las de mi padre. Ella se instaló en el
miedo. Miedo a estar sola. Me llevaba con ella a todas partes. Miedo
cuando tendía, cuando lavaba, cuando planchaba. Espiaban hasta la
pequeña gota de sudor que caía recorriendo su perfil hasta alcanzar
cada prenda que planchaba. Aquel verano fue infernal. ¿Nadie veía
lo que estaba pasando en aquel territorio hostil? No lo sé, yo vivía
descubriendo libélulas y luciérnagas, soplando dientes de león y
persiguiendo mariposas. Todo era nuevo para mi. Mientras, los focos
interiores de mi madre comenzaron a apagarse en fases, como lo hacen
las luces de un teatro y se quedó a oscuras. Cuando mi padre, al
finalizar agosto, le dijo que no podían volver a Mieres, ella
resolvió con el maestro que yo empezaría allí a la escuela. Y
aquel encuentro fue su condena a muerte. Alguien contó que había
visto a mi madre hablando en la fuente con un hombre. El resto de la
historia la aderezaron mis tíos. Sin ninguna vergüenza manipularon
la versión y cuando mi padre me pregunto si mamá se veía con d.
Manuel yo simplemente dije que "Sí, muchas veces". Mi
padre le dijo a mi madre que lo mejor era que se fuera del pueblo,
que no se preocupara que iría a buscarla. Les pudo el miedo, el
miedo a su padre, a sus hermanos a los que creía capaz de todo, el
miedo al que dirán. El miedo y la calumnia. La dejó irse con una
maletina de cartón, quedando atrás lo único que la mantenía viva,
nosotros.
El perdón. Mi madre se suicidó. En
la primera rama de árbol que encontró bajando por el camino que llevaba a la carretera
general. La encontró Laudelina que iba al molino, dos días después,
cuando todos pensábamos que estaba a salvo.
Voy a llamar a Clara, tengo que contarle todo esto.
No sé sí será bueno. Creo que ha llegado el momento de
reconciliarme conmigo misma, de perdonarme, de soltar lastre. Yo sólo
era una niña que tiraba piedrinas en un charco. Yo que no vi nada,
que ni siquiera fui capaz de inventar nada, porque mi madre era tan
inocente como todos los demás fuimos culpables. FIN.
Oleeee.. Me encanta. Eres buena, Bea, muy buena, contando historias. Un abrazo!!
ResponderEliminar¡Gracias Abraham! no ye pa tanto, nos vemos el viernes.
ResponderEliminarMuy cuca. Nos enganchas con el priemr párrafo y luego tenemos que seguir hasta el final.
ResponderEliminarBesos!!
jejejeje, ha quedado un poco largo, pero era un ejercicio de clase.
EliminarMe ha encantado. Siempre termino queriendo más.
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