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domingo, 30 de diciembre de 2018

Pan blanco, negro carbón.

Crecí junto a un abuelo al que el ferrocarril trajo a Oviedo. Un abuelo panadero que abandonó la profesión por un problema en la piel. La harina hería sus manos hasta el punto de hacerle sangrar, impidiéndole trabajar. Un abuelo de ojos azules que heredaron todos sus nietos menos yo, la mayor de ellos, la más querida por esperada, la bien hallada. Un abuelo cuyo trabajo ahuyentó la fame en unos años donde crecer con fame era lo normal y ayudó a salir adelante a una familia humilde, la suya, la nuestra. Un abuelo que se reinventó todas las veces que hizo falta, que me enseñó el significado de la palabra dignidad al bautizar su enfermedad con ese nombre. Un abuelo que fue un ejemplo de saber vivir y de encarar las cosas malas con la misma simpatía que las buenas, de trabajo y de respeto a los demás aunque a veces, no se merecieran ese trato. Un abuelo, vasco por los cuatro costados, recio y serio, noble y fuerte, con la presencia de un roble y la sencillez de un manzano y con el que repasaba las reglas de Ortografía que aprendía en el colegio y leía el periódico que no faltaba nunca en casa, a comportarme en la mesa y a apreciar el sabor de las cosas sencillas que también son potentes: el ajo, la cebolla y los pimientos asados, qué cosas. Un abuelo al que aún hoy echo de menos. Tanto.


Crecí con una pena negra inserta en otros ojos azules, nublados para siempre por la muerte de un minero. Los ojos de mi tía Domitila, la que ama su casa, velados por la tristeza de una mujer a la que la mina le ha robado al hombre. Sola con un hijo pequeño y otro en camino, en los años 50. Ojos llenos de mar, la mar tan lejos del verde y la caliza de estas montañas. Ojos privados para siempre de la luz del día que navegaban en la oscuridad de la tierra que le arrancó al hombre. Una mujer a la que nunca le fallaron los suyos: sus padres y hermanos y que aprendió pronto el valor de la solidaridad, la de sus vecinos, las manos cálidas y prestas que la ayudaron a salir adelante, unas manos a las que correspondió siempre, hasta el final, con tanto amor que hoy todo el mundo la recuerda con cariño. No he conocido a nadie que tenga una mala palabra acerca de ella. Sueño con verla viniendo del Cantu, hoy tan lleno de vida, con el fardelín verde y una foicina "por si hay que cortar algo". Una mujer que me enseñó el valor de serlo, elegida para amar y castigada a hacerlo hasta el final de sus días a un hombre ausente. La muerte temprana e injusta que siega brotes malos y buenos sin distinguir unos de otros. La vida no sólo es corta sino que está salpicada de notas de tragicomedia. A mí tía nos la robó el pan, el pan oscuro y sabroso que hacía en el horno de leña de su cocina, La humilde cocina de la casa más acogedora en la que pase tantas horas junto a ella. Me arrepiento de no haber pasado más, de no haber escuchado más y, sobre todo, de no haber preguntado  más. Una tía a la que aún hoy echo de menos. Tanto.


Crecí sabiendo que mis tíos paternos, los cuñados de  mi padre y  mi tío Amador, tenían negros los pulmones sin haber fumado nunca y que había una enfermedad que se media en grados y que la contagiaba el polvo negro del carbón robándote la vida en cada respiración. Aquella enfermedad que silbaba al pronunciarse como lo hacen las serpientes al deslizarse por el suelo, te obligaba a bajar a Oviedo, de vez en cuando, nunca muy de vez en cuando, a revisión a Silicosis.
Crecí al lado de la vía del tren en Oviedo, una vía por la que circulaban mercancías que llevaban vagones de carbón de un lado a otro, buscando desde el origen en la Cuenca el destino final de los mismos. Yo también soy una "niña de humo", marcada por el sonido del traqueteo del tren que ponía fin a mis días y los iniciaba. Una vía que dividía en dos la heroica ciudad y que fue escenario de muchas otras cosas, pero esa es otra historia.
Crecíamos los veranos en una aldea donde los tiempos los marcaba en gran medida la bocina impertinente que anunciaba la llegada impaciente y presurosa, nunca a la hora que pensábamos, del panadero. Pienso, en estos días de tanto remover recuerdos de otros y generar memoria propia y comunitaria, si la mina castiga así, arrancando vidas o matando poco a poco a quienes hurgan sus entrañas, la tierra responde en defensa propia, llevándose la juventud de aquellos que menos culpa tienen explotados por un patrón sin escrúpulos que busca únicamente el beneficio propio.
No entendí muy bien porque se organizó un homenaje a los panaderos de Quirós el mismo día que a los mineros muertos, pero pensándolo en frío y sin que obedezca a razones de economía u oportunidad, si le encontré ese sentido. El sentido que une el pan blanco con el negro carbón, sustento ambos de tantas familias no sólo en el pasado de esta tierra quirosana, la del mejor carbón, sino en tantos hogares asturianos. El pan sin que dejan hoy a tantas familias, sin entrar en más valoraciones,  en esta Asturias verde de futuro tan negro como la más profunda galería excavada en las entrañas de la tierra. Iremos viendo y echaremos de menos haber pensado antes en todo esto y haber puesto remedio. Lo pensaremos mucho. Tanto.

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