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martes, 12 de agosto de 2014

Mirar atrás.

Alba 1964


La verdad es que prefiero no hacerlo. Temo que sólo me sirva para espantarme de la ingenuidad y el atontamiento que me gastaba por aquella época. Y el joven que uno fue tiene derecho a ser recordado con respeto y con añoranza por el viejo en el que uno se convierte."
                                                             Lorenzo Silva en “La Reina sin espejo”

De todas las cosas que recuerdo de aquellos agostos, algunas son tan infantiles que sólo me inspiran ternura. Otras me conducen lentamente, una semana duraba un mes y un mes era como un trimestre, a un tiempo en el que mi única preocupación era ver pasar el verano al mismo tiempo que la yerba se agotaba y ésta lo hacía al mismo ritmo que las manos de hombres y mujeres encallecían con la dura faena y los rostros ennegrecían al sol. Mientras mi madre cosía en la galería de la casa de la tía Isabel, desde las ventanas, nosotros, los que veníamos de Oviedo y ya éramos sólo un cincuenta por ciento quirosanos, observábamos indolentes el trajín diario de los vecinos del pueblo carretando en corzas, una fantástica especie de trineos, con la ayuda de caballos, mulas o machos, yerba recién segada y metiéndola en los pajares. Nunca vi que aquellas labores distinguieran a hombres de mujeres, ni a neños de neñes. Todos echaban una mano dentro de sus posibilidades y sus capacidades. Aquella para mi, más ignorante aún de lo que soy ahora y que no conocía lo que era el invierno en la montaña, era la época de más trabajo en el campo y coincidía con las vacaciones de mi padre y de mis primos mayores que en lugar de escapar hacia la playa o echar a correr lo más lejos posible, volvían a la aldea para ayudar a sus padres. Aquellos padres a los que les debían el haber conseguido una vida diferente con nuevas oportunidades, lejos de gadañas y garabatos, forquetas y forcones, aperos de labranza a los que, sin embargo, regresaban verano tras verano en una especie de penitencia obligada, de tributo a pagar por haberse librado de ellos, por haber roto aquellas cadenas. Aquellos agostos en los que aprendimos a andar arriesgadamente en bici por aquellos caminos jugándonos la cara y bajábamos al río a pescar mojaduras porque truchas nunca vimos, cogíamos cabezones en el lavadero y robábamos manzanas verdes que sabían a madera de los árboles prohibidos de los vecinos. En aquellos agostos que se prometían para siempre iguales, creíamos que apenas ocurrían cosas interesantes y, sin embargo, cada instante era único y especial. Nos encontrábamos con nuestros amigos verano tras verano. Nos enamorábamos unos de otras y viceversa y vuelta a empezar, cada año hasta que los enamoramientos se convirtieron en compromisos y empezamos a saber que nuestro futuro poco o nada tenía que ver con aquellas montañas, aquellas huertas y aquellos amores reales o imaginarios, frustrados y malogrados, vencidos o vencedores.
Y en días como hoy, vísperas de Alba, de mi romería, de mi fiesta, de mi Virgen, no puedo dejar de sentir la presencia de mis tías, Domitila y Alicia, Maruja y Hortensia, las cuatro juntas rezándole un rosario con aquella religiosidad suya tan de niñas, como les había enseñado mi abuela Rosario, sin cuestionarse nada y pidiendo por los suyos, por sus padres y por sus hijos, dándole gracias por lo poco o lo mucho que tenían, por una vaca que había logrado una cría o por haberles permitido sacar los panes más guapos que lucían orgullosos en lo alto del ramo de la fiesta en honor a la Virgen. Las hermanas de mi padre que se juntaban en la parte de atrás de la capilla, algunas habiéndose visto apenas unas horas antes y otra de ellas, la más joven, que vivía en Oviedo, quizás unos meses atrás. Abrazándose y besándose como si las hubieran separado de niñas. Con aquella forma suya que tenía Domitila de casi golpearte cuando se alegraba al verte, con aquellos ojos que lo decían todo y que apenas tuvieron tiempo de perder su viveza. Mi tía Alicia, la más pequeña y menuda de las cuatro, la más discreta que nos dejo sin apenas darnos cuenta. Mi tía Maruja que era bruta como ella sola y que siempre, siempre te recordaba lo que habías engordado durante el curso y luego se empeñaba en cebarte para que, por supuesto, no perdieras ni un gramo y mi tía Hortensia, ay ¿qué diría yo de mi tía Hortensia si después de tanto tiempo la recuerdo cada día? De su lucha valiente y larga contra la maldita enfermedad, de todo lo que me transmitió, de su manera de ver la vida, de la impresión de que la habría vivido de otra forma de haber podido, tantas veces mirando al horizonte por la ventana de su cocina de Oviedo.
Con ellas hice yo mi primer pan y mi primer bizcocho. Aprendí, sólo mirando, como se asa una pierna de cordero en el horno de la cocina de carbón y a hacer borrachinos, casadielles, tarta de avellana, a arroxar el forno para hacer pan y a variar la lana de los colchones. Mil y una cosas, algunas que no volveré a hacer y otras que no me servirán para nada, pero que forman aquel tiempo que pasamos juntas y que es nuestro para siempre.
En aquellos agostos en los que aprendimos que el sol es necesario no sólo para ir a la playa, sino para curar la yerba, que amontonada en balagares nos envenenaba y enganchaba con ese olor que todavía hoy nos envenena y nos hace viajar aquellos días de esmarallar y amontonar yerba y merendar al caer la tarde en el prao todos juntos. Ese olor a yerba recién segada que nos transporta a otra época y a otra vida que también era la nuestra.  En los que nos enseñaron que había que esperar para comer aquel pan que recién salido del horno era gloria bendita, pero que comido caliente nos condenaba a un dolor de tripa. Aquellos agostos en los que esperábamos la tarta más sabrosa, la de mi tía Marujina, una tarta en la que masticabas la manteca y el azúcar y que era mi favorita porque llevaba  cerezas confitadas. A un tiempo familiar y cercano donde la inocencia era nuestra única compañera y sólo teníamos que esperar que llegara el 15 de agosto y después prepararnos para volver a la ciudad y empezar al cole. Aquellos veranos en los que creíamos ser felices y además lo parecíamos. Aquel tiempo aún cercano que ya no volverá y que, en vísperas de Alba, me llena de tristeza.

2 comentarios:

  1. Es un relato emocionante para mí que no he conocido ninguna de las laboras que detallas, cómo será para los que comparten contigo esa experiencia. El olor a yerba recién cortada, sin embargo, siempre me transporta a algún lugar que no recuerdo pero en el que debí de ser feliz porque así me siento cada vez que lo huelo.
    Esas tías que están alrededor y que son tan distintas y tan iguales a la vez, cada una te quiere a su manera y tú las quieres a todas. A mí me has llevado a un espacio que parecía una película, aunque creo que tu relato también se podría incorporar a algún diccionario de etnografía y conservar así esos términos que desconozco.
    Gracias, Bea.

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  2. Gracias Gemma, fue un tiempo fantástico que no volverá porque no volverán las personas, pero e mi obligación está (así lo siento) mantenerlas vivas, estoy muy sensible estos días.

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