En "La Víspera" de Rodrigo Olay, La víspera, La Isla de Siltolá, Sevilla, 2014
Dos mujeres de la misma
edad. Una de grandes ojos azules, la otra no. Son más que amigas.
Serían hermanas si estuviera en sus manos. Saben tanto la una de la
otra que conocen defectos y virtudes, pesadillas y sueños. Se
reconocen en sus ausencias y en sus silencios. Han hecho juntas un largo recorrido y lo que les queda, caminos que muchas veces llevaban a callejones sin salida, otras veces, no. Una está en constante
búsqueda y de tanto no-encontrar cree que no existe para ella lo que busca, la
otra ha encontrado su espacio en el mundo junto a sus chicos.
Respetan sus distintas formas de ser. Tienen todo y nada en común.
Igual que hermanas, pero sin serlo.
A esta alturas de mi vida he ido a muchas bodas. A algunas, sin duda, hoy no iría y a otras, probablemente, ni siquiera me invitarían, pero si tengo que elegir bodas, elegiría dos. La primera a la que fui sola, la de Claudia, de la que tengo en mi mente grabada la imagen de una Claudia casi niña vestida de novia en la habitación de sus padres y la última, la de Marta María de la que tengo la imagen de un photocall de locos, tipo camarote de los Hermanos Marx y que fue superdivertida. Aparte y fuera de cualquier tipo de escalafón, la de Nacho con Laura por lo que significó para nosotros y la de Katia y Hugo por lo íntima y familiar.
Pero siguiendo en vísperas, hoy quiero recordar la de la boda de Jacque, el 30 de mayo de 1997 que era viernes. Aquel año de 1997 fue nuestro particular año de “Cuatro bodas y un funeral” película de la que este año se cumplen 20 años y que aparte de lo divertida como comedia contiene uno de los más bellos poemas dedicados a la pérdida de la persona amada que he escuchado nunca "Funeral Blues" de Auden. A todo el mundo le toca un tiempo en el que, de repente, todos sus amigos deciden casarse. Para nosotras fueron aquellos meses comprendidos entre mayo y noviembre. El funeral fue el de mi abuelo, apenas un mes antes de aquella boda, la primera de las cuatro. Ante el panorama desolador, casi ninguna trabajábamos, habíamos decidido juntarnos y comprar un regalo para cada novia. El día que le llevaron a casa de Jacque el suyo, una coqueta lámpara de Tiffany, yo estaba en París. La verdad es que no recuerdo porqué decidieron ir precisamente el día que yo no estaba. No es que tenga mucha importancia, la verdad es que no tiene ninguna, pero los que me conocéis sabéis que para mi es complicado no estar en todas las salsas. Puede ser que ante la perspectiva de París, optara por una salsa francesa y renunciara gustosa a estar en la entrega del regalo. O que después de una perreta por no poder estar en los dos sitios a la vez, mi madre lleva años diciendo que eso de la ubicuidad no se predica de los humanos, aceptara a regañadientes que tenía que ser así. De todas maneras, ante la disyuntiva de París versus entrega regalo de boda, no hay duda de lo que todos haríamos. Lo siento, entono el “mea culpa” diecisiete años después, por si alguien me echó en falta aquel día. Estuve, por si alguien lo duda no me lo podía perder del todo, vía telefónica desde el hotel. Hablamos acerca de su regalo y de mis impresiones de París, comparamos Londres y París, ciudades incomparables y seguramente nos reímos por no llorar ante cualquier tontería que dijera una de las dos emocionándonos por dentro pensando en lo que suponía aquella lámpara, creyendo que a pesar de nuestras buenas intenciones y voluntades, las cosas se pondrían cuesta arriba para nosotras, porque ella se iba a vivir a Coruña y aquello haría que nuestros caminos se separaran. La realidad fue otra y nunca hubo obstáculos que se interpusieran en nuestra relación a pesar de los kilómetros que había entre ambas ciudades. La separación duró poco y pronto volvieron a casa. Hoy todo está igual, mejor diría yo, el tiempo transcurrido ha sellado un pacto entre nosotras, un pacto que creo que sería capaz de sobrevivir a cualquier catástrofe. En este tiempo hemos madurado y aprendido que la aceptación del otro es tan importante como la aceptación de uno mismo, que las diferencias nos enriquecen y que lo más importante es estar ahí, siempre presentes, siempre dispuestas, siempre amigas.
Pero siguiendo en vísperas, hoy quiero recordar la de la boda de Jacque, el 30 de mayo de 1997 que era viernes. Aquel año de 1997 fue nuestro particular año de “Cuatro bodas y un funeral” película de la que este año se cumplen 20 años y que aparte de lo divertida como comedia contiene uno de los más bellos poemas dedicados a la pérdida de la persona amada que he escuchado nunca "Funeral Blues" de Auden. A todo el mundo le toca un tiempo en el que, de repente, todos sus amigos deciden casarse. Para nosotras fueron aquellos meses comprendidos entre mayo y noviembre. El funeral fue el de mi abuelo, apenas un mes antes de aquella boda, la primera de las cuatro. Ante el panorama desolador, casi ninguna trabajábamos, habíamos decidido juntarnos y comprar un regalo para cada novia. El día que le llevaron a casa de Jacque el suyo, una coqueta lámpara de Tiffany, yo estaba en París. La verdad es que no recuerdo porqué decidieron ir precisamente el día que yo no estaba. No es que tenga mucha importancia, la verdad es que no tiene ninguna, pero los que me conocéis sabéis que para mi es complicado no estar en todas las salsas. Puede ser que ante la perspectiva de París, optara por una salsa francesa y renunciara gustosa a estar en la entrega del regalo. O que después de una perreta por no poder estar en los dos sitios a la vez, mi madre lleva años diciendo que eso de la ubicuidad no se predica de los humanos, aceptara a regañadientes que tenía que ser así. De todas maneras, ante la disyuntiva de París versus entrega regalo de boda, no hay duda de lo que todos haríamos. Lo siento, entono el “mea culpa” diecisiete años después, por si alguien me echó en falta aquel día. Estuve, por si alguien lo duda no me lo podía perder del todo, vía telefónica desde el hotel. Hablamos acerca de su regalo y de mis impresiones de París, comparamos Londres y París, ciudades incomparables y seguramente nos reímos por no llorar ante cualquier tontería que dijera una de las dos emocionándonos por dentro pensando en lo que suponía aquella lámpara, creyendo que a pesar de nuestras buenas intenciones y voluntades, las cosas se pondrían cuesta arriba para nosotras, porque ella se iba a vivir a Coruña y aquello haría que nuestros caminos se separaran. La realidad fue otra y nunca hubo obstáculos que se interpusieran en nuestra relación a pesar de los kilómetros que había entre ambas ciudades. La separación duró poco y pronto volvieron a casa. Hoy todo está igual, mejor diría yo, el tiempo transcurrido ha sellado un pacto entre nosotras, un pacto que creo que sería capaz de sobrevivir a cualquier catástrofe. En este tiempo hemos madurado y aprendido que la aceptación del otro es tan importante como la aceptación de uno mismo, que las diferencias nos enriquecen y que lo más importante es estar ahí, siempre presentes, siempre dispuestas, siempre amigas.
El caso es que como
su regalo ya se lo habían dado, la víspera de la boda nos juntamos en su casa algunas de las que en aquel tiempo eramos mejores amigas y su madre. La verdad es que no recuerdo muy bien quienes estábamos. Seguramente las que habíamos comprado el regalo en común y también, por lo menos, Conchi y María José, dos de las futuras novias. Del aprovisionamiento me encargué yo y llevé una tarta en forma de corazón que nos hicieron por encargo en la Confitería Asturias, en la calle Covadonga de Oviedo y un par de botellas de cava. Un grupo de amigas comiendo tarta y bebiendo cava, fumando los últimos cigarrillos y apurando las últimas confidencias de soltera, nervios e ilusiones de la víspera de una nueva vida. Celebrando una segunda e improvisada despedida. Amigas celebrando siempre, es mi apuesta. Celebrando lo que sea, cualquier cosa, el más pequeño triunfo e incluso alguna pequeña derrota que de ésas tambiés se aprende: las notas y la victoria en una competición de los niños, el reconocimiento y la promoción profesional de alguna de nosotras, el nacimiento de un bebé del que nos alegramos todas por bienvenida y deseada, cada escalón que subimos en busca de la consecución de un sueño y de una meta, los resultados satisfactorios de unas pruebas médicas, una mudanza y un novio nuevo. La amistad cuando es de verdad es eso: un hombro en el que apoyarse cuando las cosas van mal y una sonrisa compartida cuando van bien. Las amigas lloran y se ríen juntas. Están siempre presentes, sufren por y con nosotras, permanecen a pesar de la distancia y siempre tienen un abrazo esperando para darte. Aquel fue un momento dulce, también por esperado y merecido. Un momento de tránsito definitivo a la edad adulta, un paso en firme hacia el futuro, también para las que hoy continuamos solas.
Cuando salimos de su
casa, borrachas de palabras y risas, hacía calor. Conservo la sensación de bochorno, de ese calor que anuncia lluvia, preludio de la torrencial que cayó al día
siguiente, el de la boda. Llegué a casa y le escribí una carta. Esa
es otra historia y queda para nosotras, sin embargo, recuerdo palabras como sueños y
proyectos compartidos, amistad y futuro. Sólo decirle hoy como aquel día que abría un nuevo capítulo en nuestras vidas que nos trajo a dos personitas entrañables, Dani y Martín. Sólo un “Te quiero, Jacque”. Sobran más palabras.
¡Qué bien cuentas las cosas!
ResponderEliminar¡Gracias Gemma! Tú lo haces mejor y además contigo siempre aprendo algo, un besín.
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