En "La Víspera" de Rodrigo Olay, La víspera, La Isla de Siltolá, Sevilla, 2014
Algunas madrugadas me despierto y me pregunto qué me gusta de ti,
y te echo en falta,
y te echo en falta,
y me sorprendo.
A veces pienso que por gustar,
de ti me gusta hasta lo que me aborrece.
de ti me gusta hasta lo que me aborrece.
Otras quiero creer que es la soledad que me provoca tu
ausencia
la que me hace confundir mis sentimientos,
errar en mis afectos.
errar en mis afectos.
Quizás tu presencia me ayudase
y el hueco que has hecho y me trastorna
no fuera tan profundo.
y el hueco que has hecho y me trastorna
no fuera tan profundo.
Las más de las veces prefiero no pensar
y dejarte entrar por las grietas que has abierto,
y dejarte entrar por las grietas que has abierto,
dejarme ir por el abismo que has excavado,
dejarte estar para siempre en mi universo,
dejar que me llenes de palabras
dejarte estar para siempre en mi universo,
dejar que me llenes de palabras
y dejar que me sorprendas,
pero ya casi nunca lo haces.
Bea
Alvarez
La víspera de Nochebuena, tuvo un sueño. Esas fechas cuando el año está a punto de caducar y sólo se piensa en qué nos traerá el nuevo, son propicias para soñar. Era la primera vez que soñaba con esto. En el sueño, ella recibía anticipadamente su primer regalo de Navidad, uno deseado y esperado durante largo tiempo.
"Él llegó de madrugada. Entró con la decisión de quien tiene la intención y el ánimo de permanecer. Dejó en la puerta las dudas y los temores en el mismo sitio donde los había aparcado ella. Se acercó y se acomodó a su lado. La envolvió con las palabras que ella quería oír y que escuchó. La convenció, en realidad ya estaba convencida. Ella se rindió y se entregó, dejándose mecer entre sus brazos. No hicieron falta susurros, no fueron necesarios. Sólo su presencia y su voz cálida fueron suficientes. A aquellas palabras, reservadas tanto tiempo, les había llegado el momento de brotar y de ser recogidas por unos oídos atentos y agradecidos con lo que oían. Ella se abandonó. Se dejó conducir de su mano por el laberinto de sensaciones y emociones que se abría para ambos. Él la guió. Juntos derribaron murallas. Eliminaron fronteras que nunca debieran haber sido impuestas. Pusieron paz en conflictos que parecían eternos. Se conocieron y se reconocieron como dos desconocidos cuando se ven por vez primera, con interés y expectación, con timidez y atrevimiento. Él se encontró con la mujer que esperaba encontrar, la que deseaba, con la que quería encontrarse. La misma mujer cuya imagen había tenido presente tantas veces en sus pensamientos.
La miró con sus ojos de un gris transparente mientras le soltaba el pelo, rizado sin serlo, anudado en una cola despeinada y que depositó sobre sus hombros. Dibujó con las yemas de los dedos sus labios rojos, tan rojos, que se ofrecían cálidos para besar y ser besados. Y con la inocencia y el descaro de un niño que empieza a descubrir la vida, la desnudó por dentro y por fuera, sobre todo, por dentro. Se aplicó con maña en quitar todas las capas de papel pintado y pintura que ella había ido poniendo una encima de otra a modo de disfraz durante tanto tiempo para disimular la pena acumulada. Y ante él apareció una piel como de tiza, nívea y blanca, muy blanca, apetecible y apetitosa, con la pátina que da la madurez y, a la vez, con la frescura de quién espera un premio. Una piel de esmalte, brillante, como la hierba brilla en el jardín empapada en rocío por la mañana temprano, tan temprano que la promesa de un nuevo día no es más que eso, una promesa. Una piel infinita que se le ofrecía como territorio virgen para recorrer y perderse, para disfrutar y deleitarse.
Ella suspiró y pensó: "he llegado a casa". Sintió como si hubiera arribado a un puerto amigo después de haber estado tanto tiempo perdida en un mar a la deriva. Dejó que las olas, que rompieron esa noche sobre su almohada, la acunasen y que el mar que minutos antes bramaba entre sus sábanas, la adormeciera, se durmió vencida. En su alcazaba, aquella noche, amó y fue amada, se entregó generosa y recibió la fugaz recompensa propuesta".
La despertó la débil luz que se colaba por la ventana. Una sonrisa afloró a su rostro. Se iluminaron sus ojos. Se levantó cansada pero plena. Indolente se dirigió a la cocina a hacer café, dejando tras de sí, apenas perceptibles las huellas de una noche irrepetible o no. Ocurrió ayer, pero hoy ya parece que nunca pasó.
La víspera de Nochebuena, tuvo un sueño. Esas fechas cuando el año está a punto de caducar y sólo se piensa en qué nos traerá el nuevo, son propicias para soñar. Era la primera vez que soñaba con esto. En el sueño, ella recibía anticipadamente su primer regalo de Navidad, uno deseado y esperado durante largo tiempo.
"Él llegó de madrugada. Entró con la decisión de quien tiene la intención y el ánimo de permanecer. Dejó en la puerta las dudas y los temores en el mismo sitio donde los había aparcado ella. Se acercó y se acomodó a su lado. La envolvió con las palabras que ella quería oír y que escuchó. La convenció, en realidad ya estaba convencida. Ella se rindió y se entregó, dejándose mecer entre sus brazos. No hicieron falta susurros, no fueron necesarios. Sólo su presencia y su voz cálida fueron suficientes. A aquellas palabras, reservadas tanto tiempo, les había llegado el momento de brotar y de ser recogidas por unos oídos atentos y agradecidos con lo que oían. Ella se abandonó. Se dejó conducir de su mano por el laberinto de sensaciones y emociones que se abría para ambos. Él la guió. Juntos derribaron murallas. Eliminaron fronteras que nunca debieran haber sido impuestas. Pusieron paz en conflictos que parecían eternos. Se conocieron y se reconocieron como dos desconocidos cuando se ven por vez primera, con interés y expectación, con timidez y atrevimiento. Él se encontró con la mujer que esperaba encontrar, la que deseaba, con la que quería encontrarse. La misma mujer cuya imagen había tenido presente tantas veces en sus pensamientos.
La miró con sus ojos de un gris transparente mientras le soltaba el pelo, rizado sin serlo, anudado en una cola despeinada y que depositó sobre sus hombros. Dibujó con las yemas de los dedos sus labios rojos, tan rojos, que se ofrecían cálidos para besar y ser besados. Y con la inocencia y el descaro de un niño que empieza a descubrir la vida, la desnudó por dentro y por fuera, sobre todo, por dentro. Se aplicó con maña en quitar todas las capas de papel pintado y pintura que ella había ido poniendo una encima de otra a modo de disfraz durante tanto tiempo para disimular la pena acumulada. Y ante él apareció una piel como de tiza, nívea y blanca, muy blanca, apetecible y apetitosa, con la pátina que da la madurez y, a la vez, con la frescura de quién espera un premio. Una piel de esmalte, brillante, como la hierba brilla en el jardín empapada en rocío por la mañana temprano, tan temprano que la promesa de un nuevo día no es más que eso, una promesa. Una piel infinita que se le ofrecía como territorio virgen para recorrer y perderse, para disfrutar y deleitarse.
Se aventuró por aquel
espacio inexplorado como un juego. Avivados por un deseo voraz y un respirar acelerado,
alimentaron el fuego. Tuvieron hambre y comieron. Tuvieron sed y
bebieron. Ella le ofreció una fruta madura y jugosa que él cogió
con delicadeza. Él hizo un cuenco con sus manos para darle de beber
y saciarla así. Y la llenó como se llena la tierra herida cuando la
lluvia cae generosa para convertirla en tierra fértil. Y se
enredaron y fueron uno entre sombras, en un dulce gemir en medio de la noche, sólo alumbrados con las luces
de colores en las calles que anunciaban la Navidad.
Y aquella habitación, la suya, dejó de ser una isla desierta e inhóspita para convertirse en calor de hogar y en lecho acogedor, en abrigo confortable y en refugio seguro. Sólo estaban ellos sin pasado, ni futuro. Solos viviendo el instante, saboreando el momento. Sin planes. Rememorando la magia y solucionando enigmas. Un paraíso particular dónde aquella noche habitaron dos náufragos que, sin darse cuenta y sin quererlo, se convirtieron en tablas de salvación. En su fuerte en el que tantas veces se había sentido a salvo de todo y de todos, pero en el que ella, al mismo tiempo, se sabe es más vulnerable. En su alcázar en el que una vez bajado el puente levadizo quién entra puede acabar consumido por las llamas o convertido en enemigo. En su torreón dónde la esperanza y el dolor, la seguridad y el miedo, la razón y la locura se mezclan en un torbellino para irse tantas veces por un desagüe inexistente, el de su mente. Allí en su espacio más íntimo y personal de dónde si pudiera no saldría para nada. Nunca. En su torre donde hila en una rueca los estambres con que fabricar su historia real e imaginada, entre libros sin leer y cuadernos empezados, trastos sin valor y ropa desordenada, aventuras vividas y soñadas y, hasta esa madrugada, nunca compartidas. Ella suspiró y pensó: "he llegado a casa". Sintió como si hubiera arribado a un puerto amigo después de haber estado tanto tiempo perdida en un mar a la deriva. Dejó que las olas, que rompieron esa noche sobre su almohada, la acunasen y que el mar que minutos antes bramaba entre sus sábanas, la adormeciera, se durmió vencida. En su alcazaba, aquella noche, amó y fue amada, se entregó generosa y recibió la fugaz recompensa propuesta".
La despertó la débil luz que se colaba por la ventana. Una sonrisa afloró a su rostro. Se iluminaron sus ojos. Se levantó cansada pero plena. Indolente se dirigió a la cocina a hacer café, dejando tras de sí, apenas perceptibles las huellas de una noche irrepetible o no. Ocurrió ayer, pero hoy ya parece que nunca pasó.
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