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sábado, 15 de febrero de 2014

Un ejemplo de amor

"Quiero que la vida sea larga. Y quiero que él esté en ella. Así, hasta el final. Sólo quiero eso."  Ovidio Parades, "El amor en círculo", del blog "El extraño viaje"

Hace un día precioso. Después de la nieve y el granizo, del viento y la lluvia, el tiempo nos da una tregua. Está fresco, todavía es 15 de febrero. Un tímido sol quiere empezar a calentar. Estoy sentada en un banco que mi padre ha colocado en el camino delante de nuestra casa. Desde aquí puedo ver mi pueblo, el Gamoniteiru, el monte de la Villa, Peña Rueda, debajo justo Villajime, Villamarcel, Ninzor y Coañana. No alcanzo a ver más. Me empeñé en que colocara este asiento para que Selino, cuando venga de su paseo, pueda sentarse a descansar y admirar la increíble foto que son nuestras montañas. Lo estrenaron una pareja de excursionistas que reponían en él fuerzas para continuar su camino. He visto más parejas en él, así que podríamos bautizarlo como "el banco del amor". Y a vueltas con el amor y en plena resaca del día de ayer, he pensado que quería escribir sobre Pepe y Margarita, los que fueran mis vecinos del quinto.
Cuando me fui a vivir sola cambie de barrio con lo que esto implica. Al principio apenas conocía a nadie. Pronto empezaron a llegar los niños a los distintos pisos y luego llegó Lola. Lola ha crecido en medio de todos ellos. Los hay mayores como Irene y los hay más pequeños como Álvaro. El caso es que cuando se tiene una perra pasas más tiempo entrando y saliendo y eso favoreció que comenzásemos a relacionarnos más con la gente. Con Lola hay un antes y un después en mi vida. Al principio yo bajaba por la mañana al garaje e iba a trabajar, comía con mis padres y volvía de noche también por el garaje. Ahora estoy más en casa porque ya no estoy sola y tengo que salir mínimo tres veces al día. Llueva, nieve o haga sol es otra historia. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que Lola me hizo socializar más con mis vecinos. En medio de nuestras entradas y salidas empezamos a coincidir con la gente en el ascensor. Entonces yo empecé a comer en mi casa. 
Coincidía con un señor alto que muchas veces llevaba una gorra y tenía siempre, siempre una sonrisa y una palabra amable, cada día, cada mes, cada año. Era educado, prudente, sensato. Un hombre para quitarse el sombrero. Hoy al recordarlo me parece increíble que en todo el tiempo que lo traté nunca aprecie que tuviera un mal día. Cuando su mujer enfermó, transmitía una palpable preocupación pero nunca me transmitió desánimo. Este matrimonio, que era del barrio, se acababa de mudar buscando el ascensor que no tenían es su antiguo piso. Eran mayores, pero no tanto, e iban buscando algunas comodidades extra para el último tramo de su vida en común que se prometía largo y venturoso. Tenían un nietín, Pablo, al que Pepe, para echar una mano a su hija, llevaba y traía primero a la guarde, luego a la Escuela Infantil y, más tarde, a la parada del autobús. A Pepe y, me imagino, a Margarita les conocía y les quería todo el barrio, digo "me imagino que a Margarita" porque yo a ella la traté mucho menos, apenas nada, sólo un poco al final.
Subir con Pepe en el ascensor para mi tenía un plus. Su presencia me recordaba muchísimo a mi abuelo. Había una diferencia importante, yo nunca había visto a mi abuelo Arturo tan alto como era, porque lo conocí doblado y vencido por la artrosis y cuando ya era más mayor paso mucho tiempo en silla de ruedas. El caso es que cuando compartíamos viaje, yo siempre pensaba en mi abuelo y me preguntaba sí ambos tendrían  la misma altura. Uno tan derecho y el otro recortado por la enfermedad.
Pepe tenía una conversación muy amena. Te contaba cosas, que sí Susana estaba de viaje de trabajo, que sí Pablo había sido un regalo a pesar de la preocupación inicial por el embarazo, que si había tenido un negocio en Pumarín, que si esto, que si lo otro. Era el típico hombre conversador, pero no charlatán. He subido tantas veces al quinto para luego tener que volver a bajar, porque enfrascados en lo trivial o importante de la conversación, el hombre inconsciente picaba en su piso. "No te preocupes, no tengo prisa" le decía cruzando los dedos. El iba a buscar a Pablo y yo al parque con Lola. El venía con Pablo y yo volvía del parque, así durante mucho tiempo.
Pero la vida, a la que le gusta ir improvisando, quiso que Margarita enfermará. Y tras un proceso de lo más común: hospitalización, operación, tratamiento y a casa, ocurrió la escena que da origen a esta entrada. Era una tarde de ésas que oscurece pronto, había mucha humedad, acaba de parar de llover y hacía frío. Coincidimos en el ascensor, ellos salían a dar un paseo, no sé, quizás fueran a comprar al supermercado de debajo de nuestra casa. Ella no tenía muchas ganas de salir, estaba en el proceso de recuperación y tenía miedo a coger frío, pero tenía que pasear. El la llevaba del brazo, pendiente de ella. Hablamos algo, no sé, una nimiedad. Eché a caminar deprisa delante de ellos hacia el parque y cuando llegué me eché a llorar, soy una llorona lo reconozco. Era tal la ternura de aquel hombre entregado a aquella mujer que luchaba contra la enfermedad que cuando llegué al parque supe que yo nunca iba a tener algo tan grande.
Cada historia de amor tiene sus luces y sus sombras. Creo que es algo innato al hecho mismo de amar. En realidad, creo que es algo propio del hecho de vivir. Es imposible no tener dudas, que no haya preguntas sin respuesta o sin la respuesta que tu quieres oír. No esconder defectos. No disfrazar cosas. No disimular errores. No enmascarar equivocaciones. El amor es un camino de luces y sombras, de curvas y rectas, de renglones torcidos y buena letra, de borrones de tinta y de apuntes en los márgenes, de listas de cosas pendientes y de cosas hechas, de lluvia y arco iris, de charcos y barro.  El amor es imperfecto. El amor es una carrera de obstáculos.
Cada pareja monta un universo personal y único, a veces compartido y otras no. En ocasiones lo que se ve es el reflejo real de lo que son como personas y como par y en otras ocasiones, no.
No creo que haya una sola pareja en la que uno de sus miembros no haya tenido algún momento de flaqueza, de desasosiego, de querer tirar la toalla, de seguir andando solo, de abandonar ante los problemas y las dificultades, las del día a día y las permanentes.
Yo no sé cómo fue la vida juntos de Pepe y Margarita, pero puedo imaginármelo. Sería como la de casi todos los matrimonios de esa edad: habría días buenos y días malos, temporadas mejores y otras peores, montañas que subir y descensos arriesgados. Vamos la vida misma. Sólo sé como fue el final y sé que no era el final que queríamos para ellos. No sé si fue el azar, el destino o la puta fortuna. Un desafortunado accidente en nuestra calle, precipito las cosas. En apenas seis meses murieron ambos. No sé si fue una suerte que ella fuera primero para no tener que pasar por perderle a él. No sé si fue una suerte que él no fuera muy consciente de que la perdía a ella. Sólo puedo afirmar que la vida no es justa muchas veces. Hoy sus hijas, Aurora y Susana recomponen sus vidas a la luz de los faros que son Pablo y Adriana. Y también sé que algún día cuando Inés o yo seamos capaces de no emocionarnos hablando de ellos, le contaremos a Adriana el pedazo de abuelos que tuvo.


1 comentario:

  1. Una historia conmovedora y llena de reflexiones, Beatriz. Me ha gustado mucho cómo la has contado.

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