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sábado, 8 de febrero de 2014

Restos de un naufragio

"Ella quería ser mejor para él
y él quería amarla.
El error fue de ambos.
Ella tenía que ser mejor pero para ella,
y él tenía que aprender a quererse así mismo."

La pareja sentada en la mesa del fondo se conocen desde hace muchos años. Fueron amigos y compañeros, novios y amantes. Lo fueron en este orden o quizás en otro. Dejaron de serlo para convertirse en dos desconocidos. La vida les ha conducido por caminos paralelos, tan cerca y tan lejos a la vez, caminos que discurren hacia un horizonte infinito para nunca volver a encontrarse. Ha tenido que ser la muerte, injusta y arbitraria, feroz y transgresora la que los ha vuelto a reunir. Ella le llamó trastornada al conocer la noticia. Le queda la duda de si él habría hecho lo mismo.
Han quedado aquí en la cafetería de la FNAC, en un espacio público. No hay nada que ocultar, son dos adultos que se encuentran para ser bálsamo que cura las heridas. Ella lo propuso, lo desea y lo teme a la vez. Siente tremendamente la razón de este encuentro, pero cree que se lo deben. Y así, se ven después de tantos años. Demasiados piensan ambos. 

Se encuentran al abrigo de libros y de música que fueron el hilo conductor de su lejana y loca historia juntos. Podrían haber quedado en el Conservatorio donde pasaron tantas horas, él en sus clases y ella esperando o en la Biblioteca de la Universidad donde prepararon juntos tantos exámenes, en el Teatro Campoamor dónde él la llevo por primera vez a unas jornadas de piano, Zimmerman tocaba a Debussy, o en el Campo San Francisco donde esquivando miradas ajenas se quisieron furtivamente tantas veces. Eran días felices, vividos en lugares comunes en los que todo era inocencia y descubrimiento. Sólo estaban ellos dos rodeados de música y libros, jazz y poesía, besos que dar y piel que acariciar, tantas sensaciones que experimentar. El la enseñó a conocer su cuerpo, ella a él le enseñó el significado de la palabra pasión. No planeaban el futuro. Lo importante sólo era lo inmediato. Vivir deprisa. Cuando se tienen veinte años parece que hay que agotarlo todo, gastarlo todo, usarlo todo para que todo sea pleno. La vida había que llenarla rápido. Lo que se vive a esa edad nunca es suficiente.

Ninguno recuerda lo que les llevó a romper. Lo han olvidado. Ella piensa que fue su intolerancia, él piensa que su timidez. Ella no tenía miedo a nada, él tenía miedo a todo. Ella quería comerse el mundo a bocados, él se agarraba a ella para poder hacerlo. El miedo los paralizó a ambos. No fue la falta de amor, se querían mucho, muchísimo. Se querían un universo entero, pero no de la misma manera. Hablaban distinto idioma. Sí, es verdad, hubo actores secundarios que tuvieron su importancia, para qué negarlo. Alguien que sembró para recoger. Le reconoce su mérito, la aplaude. Hubo testigos del fracaso de aquel sueño y voces que se alzaron para intentar sacarlos de aquella ciénaga, amigos que extendieron su mano para rescatarles e impedir que se hundieran del todo en aquel naufragio anunciado.

Entonces en medio de aquella relación tormentosa y atormentada, el barquito de frágil casco, la cáscara de nuez en que navegaba aquel inestable amor tan grande se partió en dos. Se hizo astillas contra las rocas de la playa, de cualquier playa de este Cantábrico nuestro. Y ya no hubo remedio. En aquel siniestro, en aquella oscuridad, ambos corrieron distinta suerte. Ella fue golpeada por la violencia de aquellas olas que, en lugar de a la orilla, la arrastraron mar adentro, hacia el fondo. Allí vivió un tiempo entre tinieblas, acompañada por terribles monstruos marinos de nombres desconocidos hasta entonces en su vida: tristeza y melancolía, amargura y sinrazón. El, sin embargo, fue arrojado a una playa desierta en la que encontró el refugio y la calma que tanto anhelaba y que ella no había sabido darle. Y construyó una nueva existencia con nuevos materiales. Ella por su parte se embarcó por mucho tiempo en un intento de reconstruir la suya sin reconocer, a pesar del faro que le indicaba lo contrario, que lo mejor era empezar de cero, olvidar y sin mirar atrás seguir hacia adelante. Aquel amor que nunca navegó por un mar en calma se convirtió en hostil, en caos, en inhóspito campo de batalla y la única inevitable salida fue la más dolorosa. 

Pasaron los años y desaparecieron el rencor y la pena. Se restañaron las heridas. Las cicatrices se hicieron invisibles a los ojos de los extraños. Quedaron muchas noches en blanco preguntándose cómo puede el dolor neutralizar, borrar, negar todo lo bueno. El se instaló en la benéfica quietud de una familia propia y es feliz. Feliz como lo somos todos, feliz a su manera. Ella vive insomne en permanente desasosiego, cerrándole la puerta en las narices a todo aquel que asoma interesándose por su corazón. Ha perdido la fórmula del enamoramiento, quedó enganchada en una roca en aquel mar que la acogió. Siente que está en el andén de una estación equivocada por la que ya no pasan trenes. 

Toman café, charlan, se reconocen en la mirada del otro, se preguntan el uno al otro por sus cosas, los niños de él, los padres de ella. "Dales un abrazo de mi parte" se dicen. Se despiden y vuelven a sus vidas. Se cierra el círculo. Con la serenidad y la sensatez que dan la edad y el tiempo, hoy son dos desconocidos, pero el silencio ya no habita entre ellos.

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