Se levantó y fue a la cocina, encendió un cigarrillo. Ha vuelto a fumar, tras mucho tiempo sin hacerlo. Doce años, para ser exactos, los mismos que hace que firmó la hipoteca de su piso. Aquel malestar físico constante que no sabía a qué achacar, aquella ansiedad, la habían arrojado de nuevo a la condena del tabaco. Sabía que aquello no podía continuar. Había cerrado la puerta y tirado la llave. Lo había hecho de verdad, una llave real de una puerta imaginaria, la de su corazón. En una especie de aquelarre con Lola de testigo, un atardecer de marzo, había arrojado la llave al mar en la playa España. Y si lo hubiera sabido la habría tirado dentro de un bloque de cemento para asegurarse de que no podía volver a salir a la superficie.
Había decidido que aquello no era para ella. Estaba en una historia inapropiada, inadecuada, desigual. No tenían nada en común, únicamente el deseo de la piel del otro. El ansia de estar junto al otro, de respirar el mismo aire, de compartir el mismo espacio. Sus manos y su piel, sus ojos y su voz, su olor y su sabor. Cada poro de su piel y cada gota de sudor, cada oquedad de su cuerpo, cada lunar y cada pliegue. Querían compartirlo todo. Reconocerse uno en otro. Se deseaban, se necesitaban. Ambos por igual. Había empezado con un juego. Se les había ido de las manos, por lo menos a ella. Gestionaban de forma diferente aquella lucha y aquel deseo, aquel placer y aquel hambre. Eran un yo en busca de un tú. Eran un me quiero en busca de un te quiero. Ella sufría, él disfrutaba. Aquello no iba a ninguna parte, sólo a padecer por no poder estar el uno con el otro y el uno en el otro, volcándose y entregándose, dándose y recibiéndose, por no poder ir más allá. Ella no quería eso y decidió parar. Llevaba meses lamiendo sus heridas. Reconstruyendo de nuevo su cotidianeidad. Siendo feliz a su manera. Creyendo que había diseñado una táctica infalible. Nada de palabras, nada de deseo, nada de sentimientos. No ceder ni un milímetro a la tentación. Ni un resquicio de espacio en las ventanas, ni en las puertas, ni una rendija, ¡qué no entre la luz! "Dale la espalda y ganarás la batalla" Se había dicho. "No le prestes atención, ignóralo" pero nada. Él volvía, una y otra vez, a picar a su puerta y cada vez que lo hacía la desarmaba con palabras y educación, con cortesía y respeto. En una especie de cortejo conseguía abrir una grieta en su muro de indiferencia y penetrar por ella. Es un hombre correcto y divertido, conversador y que la hace reír. Su lengua tiene magia y la cautiva. Ella no puede negar la evidencia, querría hacerlo, pero no lo consigue. El llega y se las arregla, una y otra vez, para desvestirla con palabras, para desnudarla con susurros. Consigue destapar su sensualidad con una sola mirada. La hace sentir con el pensamiento. No necesita nada y ella se deshace, se derrite, se derrama. Ha conseguido romper el hielo en el que estaba instalada. Están conectados y lo saben. Lo saben los dos. Es su secreto.
¿Cómo puede alguien secuestrar tu sentido común y conseguir perturbar tu ánimo de forma insospechada?
¿Cómo puede alguien colarse en tu vida y montar su tienda en un lugar que creías inhóspito y deshabitado, vacío e inhabitable? ¿Cómo se puede ocupar tu corazón desapacible y desolado, libre y solitario? ¿Cómo puede hacerse si tu no quieres? ¿Por qué te engañas si es lo que quieres?
¿Cómo puede alguien derribar murallas, vencerte, una tras otra, en todas las batallas, hacer una cruzada para conquistarte, hacerte prisionera del deseo de sus labios, que te sientas mujer sin necesidad de tocarte?
¿Cómo puede alguien, que apenas te conoce, hacerte perder la cabeza, hacer temblar tus cimientos, hacerte dudar de tus decisiones, tambalear tus convicciones, conmover tu alma y perturbar tu espíritu?
¿Cómo puede alguien ejercer ese poder sobre ti sin pretenderlo?
Está muerta de miedo. Está descolocada. El deseo es una fuerza misteriosa. Tiene miedo a no poder controlarlo, tiene miedo a dejarse arrastrar, a perder su libertad, a volverse loca. El deseo es más fuerte que ella.
Al salir de la cocina se fijó en el cactus. Un pequeño cactus que le regaló su amiga Jacque hace diez años. Se fijó bien. Le están saliendo flores. Todo este tiempo sin dar fruto y ahora, tras tantas ganas de tirarlo a la basura, la paciencia y perseverancia, la confianza y esperanza han dado sus resultados. Piensa para sí que su vida, a pesar de todo, también florece. Se sintió afortunada también por los momentos en que fue amada y deseada. Se arregló y, a pesar del mal tiempo, se subió a unos tacones. Salió a disfrutar de la lluvia y, llegado el caso, a comerse el mundo. Cerró la puerta y dejó tras de sí el miedo.
¿Cómo puede alguien, que apenas te conoce, hacerte perder la cabeza, hacer temblar tus cimientos, hacerte dudar de tus decisiones, tambalear tus convicciones, conmover tu alma y perturbar tu espíritu?
¿Cómo puede alguien ejercer ese poder sobre ti sin pretenderlo?
Está muerta de miedo. Está descolocada. El deseo es una fuerza misteriosa. Tiene miedo a no poder controlarlo, tiene miedo a dejarse arrastrar, a perder su libertad, a volverse loca. El deseo es más fuerte que ella.
Al salir de la cocina se fijó en el cactus. Un pequeño cactus que le regaló su amiga Jacque hace diez años. Se fijó bien. Le están saliendo flores. Todo este tiempo sin dar fruto y ahora, tras tantas ganas de tirarlo a la basura, la paciencia y perseverancia, la confianza y esperanza han dado sus resultados. Piensa para sí que su vida, a pesar de todo, también florece. Se sintió afortunada también por los momentos en que fue amada y deseada. Se arregló y, a pesar del mal tiempo, se subió a unos tacones. Salió a disfrutar de la lluvia y, llegado el caso, a comerse el mundo. Cerró la puerta y dejó tras de sí el miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario