La niña que se esconde debajo de la mujer que escribe estas letras tiene dos recuerdos claros de la época en que este país, que le ha tocado en suerte, empezó a vivir en color dejando atrás casi cuatro décadas de blanco y negro, de heridas abiertas con cicatrices permanentes, de memoria que no de desmemoria. Uno es muy claro, a pesar del tiempo transcurrido. Ella tiene 5 años, su madre está lavándole el pelo en el bañal de la cocina, mientras en la televisión ponen el entierro con honores de alguien a quien todos acompañan de riguroso negro y rodeado de militares. Ella no sabía entonces que aquellos hombres llenos de medallas eran militares. La claridad con la que recuerda esta escena le resulta rara porque en casa de sus padres no hubo tele en la cocina hasta finales de los 80 o quizás principios de los 90. Piensa, no está muy segura, que quizás su padre habría llevado el ingente aparato que tenían desde la salita para ver las noticias el calor de la cocina de carbón. Recuerda el silencio y los rostros tan serios, la sombra y la niebla. Otro es unos años después, ella tiene diez, le quedan unos días para hacer once, está en casa de su amiga Maite, van a 5º curso. Hay otro hombre de negro en televisión. Esta vez si sabe quién es. El Presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, anuncia su dimisión. No tiene muy claro qué significado tiene esa dimisión para ella y para los suyos, pero conoce lo que implica, el Presidente se va. Casi un mes después, el 23F, unos guardias civiles como el padre de su otra amiga, Elena, entran en el Congreso tirando tiros. Nunca olvidará aquellas imágenes en las que un viejecito en actitud de descarada valentía, Gutiérrez Mellado se llamaba, junto al ya dimitido Presidente plantan cara a los golpistas que tomaron el Congreso con la única finalidad de poner fin a nuestra recién estrenada y todavía en pañales Democracia. Como tampoco olvidará a su maestra de 5º, sentada encima de un pupitre, tratando de calmar a un montón de niñas que no sabían que pasaba, pero que adivinaban que podía ser algo grave. No sabe que les dijo aquella monja, Sor Pilar Cerezal, que era de Alcañices, un pueblo muy pequeño de la provincia de Zamora y que conserva hoy todavía el talante innegable y parte de la rebeldía que la caracterizaba, pero recuerda que les transmitió tranquilidad y las mandó para casa, siguiendo las instrucciones que venían de arriba. Aquella tarde la pasaron viendo en casa de su vecina Regina una película de Danny Kaye.
La niña que no se decide a abandonar a esta mujer tenía dos amigas en el colegio en aquel tiempo: Elena Bermúdez y Maite Benavides. La primera era una niña rizosa con gafas de montura plateada cuyo padre era guardia civil. Vivían en la casa cuartel que había en Pumarín. Un cuartel dónde los hijos de los guardias jugaban todos, junto al resto de niños del barrio, en el patio interior. Las casas tenía techos altos y puertas de madera que estaban pintadas en blanco. Todas blancas menos la de la entrada que era verde, verde como los uniformes de los padres y también de madera que sólo se cerraba por las noches. Elena se fue. Al padre le trasladaron, ascendería o volvería a su tierra. La niña se quedo sola. Elena fue la primera mejor amiga que tuvo. Nunca la ha vuelto a ver. Maite Benavides era hija de un trabajador de Seat y era catalana, tenía un hermano pequeño que se llamaba Darío. Ella nunca había oído aquel nombre y le parecía muy exótico y sonoro. Darío era un año más pequeño que su hermano e iban al mismo colegio. Las amigas iban y venían juntas a clase, estaban en la misma y fue su segunda mejor amiga. Tenía unas Paredes con cuña que le parecían una pasada. En el 81 se pasaron todo el curso, todo el curso, haciendo un mantel de cuadros blancos y amarillos a punto de cruz para el día de la Madre. Maite tampoco estuvo mucho tiempo en su vida. Se fue a Valladolid, trasladaron a su padre. Se vieron una vez allí, pero ya no fue lo mismo.
Que Elena fuera hija de un guardia no era un problema y que Maite fuera catalana tampoco. Parecía algo normal en aquella España plural y tolerante que se dibujaba al menos para ellas y para los que en aquellos momentos eran unos chiquillos. Aquellos niños tuvieron la suerte de nacer cuando la etapa de noche y oscuridad daba sus últimos coletazos y no han conocido otra cosa que la Democracia.
El otro día, la mujer que es ahora, leyó un artículo de Lorenzo Silva en el que se comparaba a Adolfo Suárez con un albañil. Estos días ha escuchado esas palabras dichas por él mismo. Suárez no eligió a un piloto o un arquitecto, profesiones más prestigiosas, pero no por ello más dignas. Suárez se comparo con un albañil que usando los ladrillos y las tejas viejos que tenía iba a construir un nuevo edificio a partir del antiguo. Un nuevo edificio que se sustentaría en reconciliación e incorporación de savia nueva. Y ese fue su éxito más grande, reinventarse y reinventar una clase política en la que cupieron todos. Fue un hombre valiente, osado, que no tuvo miedo de dar un paso al frente y abanderar a base de consenso y entendimiento, diálogo y libertad aquel batiburrillo que podía haber ido por otro cauce, pero fue por éste. Y fueron tiempos duros, tiempos para la reforma política, para la gestación y el nacimiento de una Constitución, para la creación de los partidos y los sindicatos, para los derechos y las libertades, para dejar las trincheras y la retaguardia y ponerse a trabajar a la cabeza. Y de aquel trabajo de obreros y albañiles, mineros y carpinteros, maestros y agricultores, policías y guardias civiles nació una España que creía que se podía vivir en libertad, dejando atrás las manidas costumbres cainitas tan propiamente españolas. Y la idea en la que aquellos hombres y mujeres creían se hizo realidad trayendo, a pesar de que algunos malos quisieron dinamitarla, el período de Democracia más largo vivido hasta el momento en esta España nuestra. Trayendo luz donde tanto tiempo había reinado la noche.
El sábado Madrid se lleno de gente reivindicando los derechos que tanto trabajo costó conseguir, a la mujer que escribe y a su generación no tanto, porque se los dieron hechos y ninguno entiende la vida sin ellos. La lucha propiamente dicha fue mejor de aquello que ya eran adultos cuando ellos niños. Mientras tanto Adolfo Suárez, al que la historia dará su sitio como el hombre de Estado que fue, adalid de la libertad y la unidad, agonizaba en una cama de hospital rodeado de los suyos, los que permanecieron fieles junto a él hasta el final, su familia. Ella cree que este hombre habrá muerto en paz, al menos consigo mismo. En el fondo se alegra que la niebla del olvido le haya envuelto para no ver en lo que se ha convertido España, fragmentada y dividida. ¿Dónde está el albañil que venga ahora a restañar las heridas de esta España convulsa y fracturada? ¿Dónde están los políticos honrados que saquen a este país de este foso?
Hoy ha visto en la televisión un nuevo entierro 39 años después. Hoy si sabe a quién entierran y qué se lleva con él.
El otro día, la mujer que es ahora, leyó un artículo de Lorenzo Silva en el que se comparaba a Adolfo Suárez con un albañil. Estos días ha escuchado esas palabras dichas por él mismo. Suárez no eligió a un piloto o un arquitecto, profesiones más prestigiosas, pero no por ello más dignas. Suárez se comparo con un albañil que usando los ladrillos y las tejas viejos que tenía iba a construir un nuevo edificio a partir del antiguo. Un nuevo edificio que se sustentaría en reconciliación e incorporación de savia nueva. Y ese fue su éxito más grande, reinventarse y reinventar una clase política en la que cupieron todos. Fue un hombre valiente, osado, que no tuvo miedo de dar un paso al frente y abanderar a base de consenso y entendimiento, diálogo y libertad aquel batiburrillo que podía haber ido por otro cauce, pero fue por éste. Y fueron tiempos duros, tiempos para la reforma política, para la gestación y el nacimiento de una Constitución, para la creación de los partidos y los sindicatos, para los derechos y las libertades, para dejar las trincheras y la retaguardia y ponerse a trabajar a la cabeza. Y de aquel trabajo de obreros y albañiles, mineros y carpinteros, maestros y agricultores, policías y guardias civiles nació una España que creía que se podía vivir en libertad, dejando atrás las manidas costumbres cainitas tan propiamente españolas. Y la idea en la que aquellos hombres y mujeres creían se hizo realidad trayendo, a pesar de que algunos malos quisieron dinamitarla, el período de Democracia más largo vivido hasta el momento en esta España nuestra. Trayendo luz donde tanto tiempo había reinado la noche.
El sábado Madrid se lleno de gente reivindicando los derechos que tanto trabajo costó conseguir, a la mujer que escribe y a su generación no tanto, porque se los dieron hechos y ninguno entiende la vida sin ellos. La lucha propiamente dicha fue mejor de aquello que ya eran adultos cuando ellos niños. Mientras tanto Adolfo Suárez, al que la historia dará su sitio como el hombre de Estado que fue, adalid de la libertad y la unidad, agonizaba en una cama de hospital rodeado de los suyos, los que permanecieron fieles junto a él hasta el final, su familia. Ella cree que este hombre habrá muerto en paz, al menos consigo mismo. En el fondo se alegra que la niebla del olvido le haya envuelto para no ver en lo que se ha convertido España, fragmentada y dividida. ¿Dónde está el albañil que venga ahora a restañar las heridas de esta España convulsa y fracturada? ¿Dónde están los políticos honrados que saquen a este país de este foso?
Hoy ha visto en la televisión un nuevo entierro 39 años después. Hoy si sabe a quién entierran y qué se lleva con él.
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