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martes, 20 de junio de 2017

La telaraña de la memoria

Haciendo un descanso camino a casa desde la fuente (lo que no sé es para que queríamos la bolsa de plástico, igual andábamos a ablanas)

Dice Fulgencio Argüelles a propósito de "La noche que no paro de llover" de la mi Laura que la mencionada novela transita por la cotidianeidad "que es el más abundante caldo de cultivo de la memoria" (El comercio 17/06/2017).

El sábado el calor tardó solo un momento en tornarse insoportable. No aguanto las altas temperaturas. Me provocan reacciones físicas indeseadas e indeseables y además vivo anclada al gris y la noblina asturiana en cuya compañía soy feliz hasta el infinito y más allá. Tampoco soporto la luz que acompaña al calor. Me deslumbra haciendo brillar de forma engañosa los colores de mi tierra y de mi montaña. La piedra caliza es mate, no reluce. Los árboles no son rabiosamente verdes sino dulcemente verdes. Esta claridad que me abrasa los ojos hace que me sea imposible sacar una foto a la telaraña que quería que acompañase este post, pero tranquilos tengo otras telas de araña de un día de niebla llenas de gotas de orbayu como manos que se ahuecan para coger agua y beber en ellas. Asturias luce igual de bien entre la niebla que con un día de sol, pero de los nuestros no de éstos que no se sabe muy bien de dónde vienen pero sí de la mano de quién lo hacen. Yo creo que tenemos complicado recuperar el tiempo (metereológico) de nuestra infancia con el que sin lugar a duda me quedo. A mí con esta luz me cuesta mirar.
Hacia mucho calor también aquel viernes de agosto.
La  luz que deslumbra
El sábado también por la mañana, muy temprano, tuve un momento de agujero negro. Tengo muchos, casi siempre sola. Con los años he aprendido a dejar de mostrar muchas de mis debilidades. Muy poca gente me ve llorar más lejos de que me emociono fácilmente pero no solo por lo mío sino por lo que ocurre a mi alrededor. Historias de perros abandonados me convierten en un instante en un torrente de lágrimas, mujeres mayores que me cuentan algo de lo de antes sabiendo que están sacando afuera recuerdos, a veces, no agradables, ver a un niño feliz... Realmente soy una llorona pero no como la de Chavela Vargas, preciosa canción por otro lado.
También vinieron mis sobrinos. Ellos borran todo incluso el recuerdo del fuego.

Entre dimes y diretes fui tres veces al Reguerón, la fuente de Salcedo adonde de niños íbamos al agua mi hermano y yo. No había agua en las casas, ni baño y una luz eléctrica de 125 con la que no veíamos ni para cantar. Éramos muy pequeños y, quizás por eso, no éramos conscientes de lo distinto que era todo en la aldea que vio nacer a mi padre y morir a mis abuelos. Había casas grandes con corredor o galería y casas pequeñas donde a día de hoy me pregunto como podían vivir tantas personas. Había establos y pajares junto a las casas para poder atender al ganado, corripos de gochos y de pites. Tenadas y desvanes. Cuartinos pequeños con un banco de carpintero en los que por un ventanucu entraba la luz a duras penas como el que tenía mi güelu que hacía madreñes. Había barrigas en los muros de piedra que señalaban fornos que hoy todavía se conservan en uso en muchas casas. Nidos de golondrinas, colmenas de abejas a pie de casa y lecherines para ir a la fuente a por agua.
La nuestra era una lecherina blanca, con la porcelana escachada de tanto usarla. Mi madre que al paso del tiempo estoy convencida no quiso nada de aquella tierra más que a mi padre y a los que traía con él de serie, nos mandaba de excursión a la fuente para tenernos entretenidos. No había móviles, ni videojuegos, ni televisión, ni parque, ni areas recreativas con columpios, ni piscinas de esas tan cuquis que hay ahora. Teníamos cuentos y comics, eso sí y, más tarde, libros. Creo que me hice lectora aquellos agostos junto a mi madre que en aquellos días robaba horas al sueño para leer todo lo que caía en sus manos. Pues eso, que íbamos de excursión a la fuente.
La distancia entre nuestra casa y el Reguerón será como mucho de 100 metros, un poco más desde casa de los abuelos y si, con suerte, íbamos dando un rodeo, ¿150? Imaginaros la aventura. Hoy serán siquiera 25 metros los que me separan de la fuente (este fin de semana lo mido y os lo cuento).
Había pues distintas rutas. Desde casa de mi tía Domitila, por entre las casas de la tía Isabel y la de Visita, que había un cucheiru donde una vez encontramos una muyer muerta o desde casa de los abuelos por delante de la que fue la casa de mi tía Hortensia (de verdad que es coincidencia que en aquel cogollín de casas todos fuéramos familia). Y una vez en la fuente, esperábamos para llenar la lechera y nos peleábamos a ver quien de los dos la llevaba de vuelta sin tirar nada por el camino y en esos apenas 100 metros parábamos a beber agua con la tapa que hacia de taza porque teníamos tanta sed y el agua estaba tan buena. En ocasiones la memoria es tan viva que parece que todo vuelve por un momento a ser igual.
Para esto dio el calor del sábado que en un paseo cotidiano a un lugar común del pasado presente aún  hoy en mi vida, en lugar de secar los recuerdos, los avivó. Menos mal que la luz no me dejaba ver.
Lástima que en ese ir y venir a la fuente ahora no encuentres a ningún vecino. Están vacíos de gente el lavadero y la fuente, también el charco de abrevar al ganado. Están vacíos los pueblos. Y la soledad y el vacío están muy bien cuando son elegidos y no vienen impuestos.

2 comentarios:

  1. Nostálgico. Es bueno dejar aflorar los recuerdos, por lo menos estos que tú nos dejas aquí, bellos.
    Yo como tú también soy de emocionarme mucho, cada vez más en soledad, cualquier pequeño detalle hace que me salga la lágrima, los más queridos me dicen que es que soy muy empática, quizás...

    Saludos.

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    1. empatía es una palabra preciosa, me alegro de encontrar gente que se emociona en este mundo cada vez más desangelado

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