Vistas de página en total

martes, 17 de diciembre de 2013

"Una familia de Tokio" de Yôji Yamada

El domingo fui al cine. Fui al cine sola, después de un finde de amigas donde hubo tiempo para todo: para perderse por las carreteras asturianas, para una cena mexicana en un espectacular hotel rural, para descansar, para compartir uno de esos desayunos que te ayudan a recomponer tu cuerpo después de los excesos de una noche un poco loca.
El caso es que ya había decidido ir a ver la película de "Una familia de Tokio" Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid y, tras intentar, sin conseguirlo, arrastrar a alguna de mis amigas, me fui sola. Quiero decir que fue la mejor decisión porque así pude llorar a mis anchas, sin pudor y casi de forma infantil. Como cuando abres un grifo y no eres capaz de cerrarlo, así salieron mis lágrimas. El caso es que al día siguiente, si me paso la noche llorando (que alguna vez lo he hecho, para que negarlo) mis ojos están hinchados y se me nota mucho.
En mi opinión y a priori, la película tiene un metraje excesivamente largo: 144 minutos y eso me echaba un poco para atrás. Y ¿si resulta que es un rollo y me tengo que quedar hasta el final? Soy de esas personas a las que salir de un sitio antes de haber acabado la exposición, la presentación, la conferencia o, en este caso, la película... me cuesta un poco, más que nada por respeto hacia quien está haciendo su trabajo.
Así que allá fui, tras pagar 8,60 € y cruzando los dedos para que todo saliera como yo quería y esperaba y no arrepentirme del excesivo precio. Hay dinero que merece la pena pagar y el domingo fue uno de esos días en los que estuvo bien empleado.
Cuando salí, después de la perreta del año, pensé en escribir sobre tres cosas, tres reflexiones que se me ocurrieron a la luz del argumento:
1.- la importancia del papel de la actriz principal que hace de madre;
2.- lo asquerosamente egoístas, hasta el ridículo infinito, que somos los hijos;
3.- lo tremendamente generosos que, por lo general, son los padres.
La historia que cuenta es muy sencilla. Un matrimonio mayor viaja a Tokio para visitar a sus hijos, nada raro. Una vez allí se producen los típicos desencuentros entre padres e hijos, falta de entendimiento que no de amor. En principio el viaje es para unos pocos días, una vez hayan visto la situación de los chicos y acudido a dar un pésame, volverán a su pueblo donde les espera su perro en una isla pequeña. El tema es que parece que la madre viaja con otra intención. Tomiko que incluso ha enviado su kimono por correo tiene una misión.
Toda la acción gira en torno a la actriz protagonista a pesar de que es una película coral. Los papeles del yerno, que se sale y de las nueras, la casada y la novia del hijo pequeño, de los vecinos, la niña que se encarga del perro mientras ellos están fuera, incluso el perro son muy importantes a la hora de que se vayan dibujando las relaciones dentro de la familia. Pero toda la acción gira entorno a ella y a su papel como madre. Ella es la voz de su esposo en su relación con los hijos. Ella es la que siempre media. La que siempre intenta ver el lado positivo de las cosas, incluso cuando están en el hotel admirando una noria y las luces de la ciudad por el enorme ventanal. Su cara de delicadeza infinita llena la pantalla. Ella es la que disculpa, perdona, enmienda. Ella es la sonrisa, frente al gesto de su esposo. Ella es la elegancia con su kimono por las calles de Tokio. Ella es el silencio detrás de él. Ella es la que se preocupa de saber cuál es el futuro de su hijo pequeño. Ella es la que una vez que sabe que su pequeño está a salvo puede descansar. Toda la peli pivota entorno a ella. Su relación con su esposo, con sus hijos, con la pequeña Suki (o Suri) (vaya con los nombres orientales)
Luego los planos tan bien traídos, cuando los actores desaparecen de la escena y sólo quedan los objetos, cuando se hace el silencio, las habitaciones, la noria, el mar... Pero la vida no se para y Tomiko sigue empeñada en solucionar lo que la ha llevado a Tokio.
La película reivindica el concepto tradicional de la familia y la tranquilidad, frente al agobio y las prisas de Tokio. Temas absolutamente universales y permanentemente actuales: el conflicto padres e hijos, la falta de comunicación, la aceptación y el respeto al otro, la reconciliación, la soledad después de una pérdida, el duelo.
El padre, el profesor, también está espléndido. En un momento confiesa a su amigo que no tiene ningún motivo para sentirse orgulloso porque no ha sido capaz de sembrar en sus hijos el amor por su pueblo y todos ellos se han ido y su pueblo se muere o cuando al final se planta y les dice que no se hable más, imponiendo su criterio y autoridad de padre. Pero lo mejor es cuando habla con su futura nuera, Noriko,  y la niña tan contenida hasta ese momento, se derrumba. Al final el hombre le confiesa haber reconocido en su hijo a su esposa (buff, ya estoy llorando otra vez) y resulta que lo que él creía que hacía débil al hijo, le hace grande. Ve en el chaval el reflejo de su madre y sabe que no lo han hecho tan mal. La madre habla por boca del profesor.
Entonces la película se acaba. Cuando todos ellos se han quitado la careta y la vida vuelve a su cauce, si es posible que vuelva.
Hace unos años, frente a la enfermedad de una persona joven y cercana, me plantee cosas. Si me dijeran hoy que me quedaba un año de vida, una de las cosas que haría inaplazables sería viajar a Japón (en aquella lista había algún que otro destino más, alguna llamada de reconciliación o de intento de ella y alguna otra cosa que tengo pendiente) Desde el domingo sé, que con un año de vida o media vida por delante, entre las cosas que tengo que hacer, sí o sí, es viajar a Japón e intentar comprender esa cultura tan distinta a la nuestra, tan misteriosa, tan bonita.
Os recomiendo que veáis la película.

No hay comentarios:

Publicar un comentario