La víspera del examen de
Filosofía del Derecho de 5º curso fue Martes de Campo. Ese día es
fiesta local en Oviedo. Lo tradicional es salir a pasar el día al
Campo San Francisco, comer un “bollo preñao” que no es otra cosa
que un humilde bollo de pan relleno de chorizo y beberse una botella de vino (unas
sidras en nuestro caso). Di tú que la tradición está para
saltársela y así han ido variando con el tiempo los escenarios
donde celebrar la fiesta. La gente de Oviedo de toda la vida, sigue
pasándose y paseándose por el Campo y el resto de ovetenses, sobre
todo, los más jóvenes han ido cambiando de sitios, innovando,
moviendo la fiesta del centro a los barrios, cosa que por otro lado
puede entenderse como una forma de democratizarla: Purificación
Tomás, San Julián de los Prados, San Pedro de los Arcos, el Parque
de Invierno, las diferentes áreas recreativas cercanas a la ciudad. La fiesta ha ido mutando también en otros aspectos: hay otras pieles y otros acentos, otros colores y otras banderas. Signos de los tiempos que estamos viviendo y que la han transformado de particular en universal. Originariamente la fiesta que conmemora la festividad de Pentecostés
se ceñía más o menos a la superficie del Campo. Nosotros, sin
embargo, ya de pequeños huíamos del Campo e íbamos a Colloto a sitios como el Corzo o Gutiérrez. Comíamos bollos y tortilla de patatas, filetes empanados y huevos
cocidos. Nunca entenderé porque a la gente le gusta tanto comer
huevos cocidos. En Asturias no hay espicha que se precie que no tenga
huevos cocidos. Yo los odio. Mis padres y un matrimonio amigo suyo, Julita
y Oscar, bebían sidra mientras nosotros compartíamos refresco. Mi hermano
y yo siempre compartíamos una Coca-Cola y una bolsa de patatas. Era
así y así lo aceptábamos sin rechistar.
Aquel Martes de Campo, el
del examen, salimos como todos los años. Seguramente fue el año que
se casó Carmen. Sí, fue ese año fijo. Yo estaba finiquitando mi
carrera y entonces no me perdía una fiesta. Pasamos el día fuera,
bebimos más sidra de lo conveniente y al día siguiente pasé mi
examen. Nunca entenderé como pude aprobar con aquel profesor. Él
debería de haberme echado de clase la primera vez que desde la
tercera fila, parapetada tras un compañero, empecé a tomarme a
pitorreo las chorradas tan grandes que contaba. ¡Qué pena de
asignatura! Pero ¡Cuánto nos reímos! Sólo la persona que como yo
ha tenido la suerte de tener profesores excepcionales sabe cuando un
profesor es un fiasco. Sí, también soy capaz de reconocerlos aunque
se trate de docentes universitarios y en la Facultad he tenido alguno
de estos últimos, pero afortunadamente muchos de los primeros. Desde
luego, es una pena que aprobar según que cosas dependa de pasar
tantas horas con el incompetente de turno. Lo único que se consigue
es aprender a odiar la asignatura, aunque al final, por suerte o por
desgracia, lo que cuente es que en tu expediente ese trámite, el del
examen, aparezca como superado. A lo largo de mi vida he ido
aprobando casi todos los exámenes que he hecho. Tengo, como todos,
alguna asignatura pendiente, pero a ésas no suelo presentarme. No sé
si por comodidad o por cobardía. No me he parado a pensarlo nunca.
Las voy acumulando entre el desván y el sótano de mi casa con el
resto de los trastos viejos, de vez en cuando las cambio de sitio
para no olvidar que siguen ahí pendientes.
Aquel año, como veníamos
haciendo, subimos a comer al Cristo, no recuerdo el nombre del bar,
la verdad. Quizás alguna de mis amigas lo recuerde. Sé que un par
de años antes en aquel mismo bar sentí que alguien me miraba y me
veía por primera vez. La persona que entonces ocupaba mi
pensamiento, me hizo sentir única. Aquello duró apenas un instante,
en un par de semanas me cambió por otra más espabilada. Pero aquel
primer acercamiento dio lugar a una historia que comenzó un par de
meses después, exactamente lo que le duró la espabilada que resultó
tenía la cabeza hueca e iba justita de materia gris. Hay una foto de
ese día. La voy a buscar y aportarla como documento gráfico. De
aquel grupo, al que desgraciadamente ya le faltan miembros, quedan
apenas cenizas. En estos años nuestros caminos se han ido separando
y con algunos ni siquiera mantenemos un mínimo contacto de
cortesía. Sin embargo, otros hemos crecido juntos y seguimos estando
ahí, algunas incluso estamos siempre en todas las fotos de las
otras. En aquel tiempo si había una foto, había un hecho
importante. Si estabas en la foto, estabas en la historia. Si estabas
en la historia es que la compartías o la habías compartido, o sea,
que directa o indirectamente tú también habías sido protagonista o
testigo de ese momento.
En la zona del Cristo
había un montón de merenderos y sidrerías. En el Benidorm
celebré mi dieciocho cumpleaños. Recuerdo que había otra chica con
su pandilla cumpliendo el mismo ritual. Nunca la olvidé. Algunas
veces todavía me la encuentro por la calle de este Oviedo nuestro.
Parece ridículo que recuerdes según qué cosas. La memoria es
caprichosa y muchas veces se comporta de forma absurda o mejor, la
memoria que es caprichosa, de repente, te recuerda lo que de verdad
fue importante para ti una vez, aunque te parezca una auténtica
nimiedad. Lo importante de mi dieciocho cumpleaños no fue el sitio
donde lo celebré, ni la pandilla que estaba en la mesa de al lado,
ni la sidra que tomamos, lo verdaderamente importante eran los años
que cumplía y lo que suponían aquellos años, quienes estaban
conmigo aquel día y por eso en mi recuerdo se han fijado tan bien el
resto de las cosas. En el Javier, que tenía bolera,
tomamos cien mil cajas de sidra y nos besamos tantas veces. Los años me hicieron conocer a la familia que lo regentaba, gente entrañable y amiga. En Casa
Miguel, más conocido como “cara perro” entre nosotros o como "el loco de la colina" pasamos muchas
mañanas de primavera el tiempo que la Facultad de Historia
estuvo en el Campus del Cristo.
Seguir la ruta de
aquellas sidrerías te llevaba hasta lo que es la Iglesia del Cristo
de las Cadenas, cuya popular romería se celebra el domingo siguiente
a San Mateo y remata, por decirlo de alguna manera, la estación
estival. Hoy hay otro templo que ejerce de parroquia, un templo
acorde a las necesidades de un barrio en expansión, aunque viendo el
devenir de esta sociedad probablemente la pequeña iglesia fuera más
que suficiente.
Ya no existe ninguno de
esos bares. Todos tenían patio y mesas en la calle para robarle al sol pequeños rayos de luz cuando los días empezaban a crecer. A aquellos merenderos, que forman parte de nuestro tiempo pretérito imperfecto, los borró la especulación y la pretensión de convertir
aquel barrio que había crecido a la sombra del Hospital Central en
un barrio residencial. No queda claro cuál será el futuro de la zona
ahora que el HUCA se traslada definitivamente a sus nuevas
instalaciones. Mudanza que está aconteciendo estos días y que abre
un nuevo capítulo de la geografía urbana de esta vetusta ciudad,
pero ésa es otra historia.
P.D. Ya sé como se llamaba el bar sin nombre: el Montaña. Nosotros íbamos al prao de atrás que siempre tenía la yerba alta. Nunca entenderé como nos dejaban pisar aquella yerba. Resulta que me ha dicho Ana, una amiga que sabía yo que lo sabía que los que regentaban ese bar eran los padres de Toni. Toni y Maribel tuvieron mucho tiempo una casa alquilada en Salcedo. No si va a resultar que de verdad el mundo es un pañuelo.
P.D. Ya sé como se llamaba el bar sin nombre: el Montaña. Nosotros íbamos al prao de atrás que siempre tenía la yerba alta. Nunca entenderé como nos dejaban pisar aquella yerba. Resulta que me ha dicho Ana, una amiga que sabía yo que lo sabía que los que regentaban ese bar eran los padres de Toni. Toni y Maribel tuvieron mucho tiempo una casa alquilada en Salcedo. No si va a resultar que de verdad el mundo es un pañuelo.
Un encanto. . . prometo leerte despacio, siempre puede aportar al conocimiento . http://conmilamoresyseda.blogspot.com.es/
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