Érase una vez un hombre que tenía alma de pintor. Tenía alma de pintor y manos de artista, pero no lo sabía. Vivía en un mundo de certezas, las suyas y de metas, las propias. Era un poeta romántico absorto en medio de lo que parecía ser la realidad. Vivía rodeado de mapas, globos terráqueos y cartas de navegación. Las cartas de navegación eran sus favoritas. Programaba su tiempo y su trabajo, establecía reuniones, modificaba planes que creía perfectos. Odiaba improvisar. Todo en su vida obedecía a un plan. El amaba viajar, lo hacía por trabajo. Era un hombre contento con su vida. Llevaba con mano firme el timón de la misma. Estaba bastante satisfecho con la búsqueda que había iniciado. Y además tenía la montaña. Los sonidos de la nieve le traían paz. Vivía instalado en el orden, sólo comprometido con si mismo. Coleccionaba fotos, palabras y emociones. Navegaba por aguas en calma. Sin embargo, su esencia como persona era un misterio por descubrir.
Había una vez una mujer que, sobre todas las cosas, creía que era libre porque eso era lo que quería y a lo que aspiraba: "ser libre". Vivía en medio de una realidad de incertidumbre, con un trabajo estresante, anclada a un pasado sin futuro, sin ser capaz de ver nada más que el día de hoy. Construyendo cada día un universo nuevo que, como Penélope, tejía en un telar. Reescribiendo cada día el guión de su vida. Su vida era improvisar. Ella amaba viajar, lo hacía por placer. Soñaba con engancharse a su vida, una vida que algunas veces le hacía cuestionarse si era la que quería vivir. Vivía instalada en el caos. Era inconstante en los afectos. Coleccionaba cosas, pequeños objetos que encontraba: una lista de la compra arrugada y una herradura, un abrebotellas y un diccionario abandonado a fin de curso por algún estudiante adolescente en la papelera del garaje, un obrero de la construcción, una pieza de lego y un superhéroe rescatados de la basura de los niños del segundo. Trocitos de la vida de otros, buscando sentido en la vida de ella. Un universo paralelo al de él, opuesto, divergente y que, día tras día, una y otra vez, se desmoronaba porque ninguna de las versiones que pergeñaba, la convencía en su búsqueda del arco iris.
Se habían conocido hacía mucho, demasiado tiempo. Sus mundos se habían tocado de forma tangencial. En aquellos días tan lejanos ella estaba inmersa en la búsqueda de nuevas actualizaciones para su disco duro. Siempre pendiente de inventarse una y otra vez, permanentemente alerta para encontrar la versión mejorada de sí misma. Él pienso que aún estaba en la Facultad o quizás llevando a cabo alguna de esas misiones que se proponía realizar un día sí y otro también: rescatar una princesa o encontrar un tesoro, vivir un naufragio o conquistar la cima más alta, escalar el pico más difícil o descubrir un nuevo mundo... Se cayeron bien. Creo que ella a él le cayó más que bien. ¡Qué cosas! Ella miraba sin ver, abstraída en algún reto imposible o en alguna batalla perdida de antemano. El miraba y sólo la veía a ella en medio de aquel grupo gris. Quizás en aquel momento sus emisoras hubieran sintonizado o quizás no.
Y pasaron los años y ambos navegaron por mares nunca antes navegados, libraron batallas de piratas, fueron rehenes de miradas ajenas y cómplices de sonrisas prohibidas. Jugaron a juegos permitidos y a otros no tanto. Se hicieron adultos. Ella se olvidó de el y el se olvidó de ella.
Fueron las palabras y el azar los que vinieron a reunirlos tanto tiempo después. Las palabras nunca inocentes, el azar siempre presente. En un espacio neutro, aséptico, rodeados de libros y de gente. ¿Quién dijo que los libros son neutrales, si nunca lo son? Fue ella quien le abordo alejándose de su costumbre de esperar y ver, de intentar pasar desapercibida. Y, en un momento, le desbordó volcando un montón de información acerca de su vida en los últimos años. ¿A qué vino aquel vertido de palabras sin pies ni cabeza, aquella sucesión de preguntas y respuestas, hechas y dadas por ella misma, aquel nerviosismo, aquella prisa, aquella premura? Ella, en un sinsentido, parecía querer recuperar un tiempo perdido.
Sólo hubo tiempo, apenas un momento, para intercambiarse los teléfonos y los correos electrónicos. Aquello tan prosaico, "Dame tu teléfono, ten mi tarjeta" había originado lo siguiente. ¿Quién dio el primer paso para lanzarse a aquella aventura? Nunca estará claro. El lo deseaba, había alimentado una fantasía desde que la volvió a ver. Ella lo necesitaba. Necesitaba poner color a su vida, pasión. Dar los besos tanto tiempo ahorrados, racaneados a otras bocas, a otros hombres. Ella necesitaba sumar abrazos, multiplicar sensaciones, sonreír y reírse a carcajadas. Sentirse viva. Deslizarse por la pendiente.
Ella era guapa y él así se lo hacía sentir. El era un reto para ella por su inteligencia, por su habilidad con las palabras, por su capacidad de seducirla y enredarla, por ser diferente entre tanta mediocridad. Sacaba de ella lo mejor y lo peor, la convertía en procaz y descarada y al momento en sensual y delicada.
Entonces lo propuso:
- "Quiero pintarte"- le dijo-
"Quiero pintar un cuadro y necesito un lienzo.
Si quieres, se mi lienzo.
Que
sean mis manos los pinceles.
Tu
piel será el espacio en qué pintar.
Mis
besos los tonos de una paleta infinita.
No
habrá ningún rincón de tu piel que quede sin color,
ninguna
curva de tu cuerpo sin trazar,
ningún
rincón sin explorar.
Recorrerán
mis manos tu universo entero,
lo
llenaré de vida y luz,
y
así esta noche yo seré pintor y tú lienzo".
Y ocurrió. La habitación de ella se convirtió
en su estudio y se llenó de hechizo y arte. Su piel tan blanca se transformó en
lienzo y él el más experto pintor por una noche. Y, por una vez, se
paró para ellos dos el mundo y ya no hubo silencios.
Ella le preguntó: "¿Te quedarás conmigo?"
y él le dijo: "Hoy he anclado mi barco en tu bahía, pero
mañana partiré. Busco una playa donde vararlo para siempre. Aún no
la he encontrado. Sabré que es ella cuando tenga una sensación de
permanencia. Aún no la tengo."
Y se despidieron. Ella permaneció, él partió. Y siguieron viviendo en
barrios opuestos de la misma ciudad, la de siempre, la de ambos. El
volvió a su historia, a su orden, a sus papeles, a sus libros, a su
trabajo sin horarios, a su vida. Ella volvió a su mundo, a su caos,
a sus prisas, a su constante sensación de no llegar a tiempo, a su
melancolía, a sus paseos con Lola, a buscar la felicidad en la
sonrisa de los niños, en el trato amable de un vecino, pero un solo
instante había servido para que la magia le devolviera la esperanza. El se olvido de ella y ella de él también.
Bea la de Lola
P.D. Este post está dedicado a Edgar que no sé quien es, pero que según Carmen se ha enamorado de mi, o de alguien como yo. Quizás el azar nos haga conocernos algún día, visto lo visto, nunca se sabe.
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