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viernes, 1 de febrero de 2019

Un hombre gris sin nombre.

Le veo cada  mañana cuando salgo de casa. Está apostado en la esquina entre dos calles, siempre, todos los días, desde las 6.00 de la mañana. Espera que lleguen los periódicos. Lo cuenta en voz alta a quien pasa por su lado o a Nadie porque muchas veces se lo dice a Nadie, a esas horas hay poca gente por la calle, si acaso alguien paseando a los perros como estoy haciendo yo con Lola. Se lo dice a ese Nadie sin nombre, sin cuerpo de ningún tipo, sin presencia alguna, al menos perceptible para el común de los mortales ¿Se lo dirá acaso a un espíritu que pasa por su lado, a un alma que invisible a nuestros ojos le acompaña? Algunas veces, como hoy, además me da los buenos días a voces desde la otra acera, a mi, que a esas horas sin café no soy persona, a veces hasta consigue sacarme una sonrisa. Pero no entiendo esa manía suya de hablar tan alto, como no entiendo la energía de algunos cuando despiertan por la mañana con ganas de comerse el mundo, a esas horas solo quiero escuchar un rato el silencio de mis pensamientos mientras despierta lentamente la ciudad, desperezándome a su ritmo también con ella.
El hombre viste anorak gris con franjas azules y deportivas grises y azules también, deportivas que quizás fuesen azules y blancas en el pasado como los colores del Oviedín del que es forofo, sólo que el tiempo y el asfalto convirtieron sin vuelta atrás al blanco en gris. Gris en el calzado, gris en el abrigo y grises los cabellos pegados a su frente que se adivinan bajo la gorra que cubre su cabeza y que no se quita nunca, tampoco cuando está a cubierto en la cafetería donde desayuna, donde desayunamos. Porque sí, vuelvo a coincidir con el cuando de camino al trabajo recojo mi café mientras hojeo con rapidez la prensa diaria que, por fin, ha llegado, sobre las 7.00 cuando el hombre gris sin nombre lleva ya esperando una hora por ella, desde las 6.00, apostado en su esquina como cada mañana.
"Nena, ahí tienes los periódicos" me dice "llegaron a las 7.00" como si yo no lo supiera ya, como si no lo supiera todo el barrio que a esas horas empieza a tomarle el pulso al día. La misma rutina cada día, cada semana, cada mes, cada año. Idéntica cantinela. Cuando le doy las gracias porque amablemente me abre la puerta, cargada como voy con mi café, las llaves del coche y la cartera en las manos, (qué le voy a hacer si soy así...), me dice "te lo mereces" e intenta esbozar una sonrisa que se convierte en una mueca de payaso triste en su boca desdentada y descuidada "¿Cuándo perdería sus dientes?" pienso mientras me acuerdo del Lazarillo de Tormes desdentado desde niño. Su cara curtida por el sol, su piel cetrina, arrugada y maltratada, "¿habrá trabajado a la intemperie?" me preguntó. Indefinible edad la de este hombre que dejó atrás su juventud hace ya tiempo pero que no me deja adivinar ni por asomo si un día fue realmente un hombre joven, ni si fue guapo, ni galán y novio de mocita. No veo más que su prematura vejez, su ajada imagen, el humo de la señorita que fuma por fumar en el mismo sitio donde hace apenas hora y media estaba esperando por la prensa. Si sale antes observo su paso presuroso por la calle cuando se despide rápido de la camarera y camina hacia el centro, "al Rastro, a la Plaza, a Santullano" son algunos de los sitios que menciona en nuestra torpe conversación de vecinos que desconocemos todo el uno del otro, por no saber no sabemos ni nuestros nombres.
Me meto en el coche mientras pienso "¿Qué será lo que me merezco? ¿qué sabe de mi este hombre gris sin nombre? ¿qué imagen se ha formado? ¿será tan triste como la que tengo yo de el?" Mañana volveré a encontrarlo y me dirá lo mismo, me abrirá la puerta y me deseará buen día como vecinos desconocidos que comparten espacio y tiempo en un barrio que tanto tiene que ver con el y con su aspecto y tampoco conmigo, pensando a todas horas en volar lejos de aquí.

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