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viernes, 13 de marzo de 2015

El cartero que no sabía leer.

Si te digo que el hombre desdentado que ríe sin vergüenza a pesar de sus desiertas encías ha sido cartero, me creerás. Si te cuento que el hombre que nos mira desde esas gafas espantosas de Rompetechos, tiene un secreto que sólo sabía su esposa, la señora Consolación, en el que basó toda su vida laboral, también me creerías. Pero si te desvelo en qué consiste, pensarás que es mentira o que me he vuelto loca. Baldomero, el que fuera cartero de mi pueblo, no sabe leer. Sí, sí, parece increíble, pero es cierto. Nunca aprendió, se ha descubierto ahora después de casi veinte años de su jubilación. Entonces ¿cómo es posible que pudiera desempeñar su trabajo de forma seria y puntual, durante casi cuarenta años, sin errar ni una sola vez en la entrega de las cartas? No, no es un misterio, tiene una explicación, ahora lo entenderás.
Baldomero fue poco y mal al colegio, le costaba aprender. Si viviera ahora su época escolar probablemente le diagnosticarían un problema de aprendizaje y le pondrían un profesor de apoyo o un logopeda y, al final, lograría su título de secundaria, pero en su tiempo lo único que pudo hacer fue disimular y en cuanto su padre le reclamó, echar a correr e irse a trabajar las tierras. Eran tiempos duros y todas las manos, también las de los más pequeños eran necesarias. Baldomero conoció a Consolación cuando ambos eran apenas unos niños. Compartían pupitre, pizarra y libros. Ella era mucho más capaz que él, sólo que tenía una cojera importante como consecuencia de una poliomielitis que le impedía andar a prisa y la condenaba a no poder salir en los recreos y a observar a las otras niñas, con comprensible envidia, saltar a la comba y trepar a los árboles,  jugar al escondite o al pilla pilla, sin embargo, nunca fue un problema para ella pues a la hora de pensar y discurrir o a la hora de ver más allá era la más espabilada de la clase. Crecieron juntos y, llegado el tiempo, se casaron. Eran complementarios. El era lento de entendederas pero de paso ligero y rápido y ella clara en ideas y resuelta, pero cada vez más torpe para moverse. No, no, él no era tonto, simplemente le costaba un poco más de la cuenta llevar el ritmo de la media. En la intimidad ambos se entendían muy bien e incluso bromeaban con sus respectivas dificultades. Y así iban viviendo de manera muy, muy humilde.
Cuando el antiguo cartero murió de repente, Consolación, que tenía mucho olfato para las oportunidades, propuso a Baldomero rápidamente para ocupar el puesto. Ya sabes que antes las cosas no eran como ahora, una recomendación y voilà: cartero. Le regaló una preciosa cartera de cuero curtido y una bicicleta y le dijo: “Tú no te preocupes, yo me hago cargo de todo” Y así Baldomero, que conocía el pueblo y la comarca como la palma de su mano y a todos los vecinos como si fueran de su familia, se convirtió en el nuevo repartidor de sueños. Pero ¿cómo consiguieron engañar a todos y, lo imposible, llevar a cabo su trabajo a la perfección?
Baldomero y su esposa desarrollaron un sistema de marcas y señales, símbolos y signos que le permitió memorizar cada una de las direcciones de los más de 4000 habitantes a los que según el censo prestaba servicio. Relacionaban a cada habitante con una pequeña clave que su mujer se ocupaba de dibujar cada tarde en la esquina del sobre al lado del sello o disimulada entre las líneas del matasellos. El plan de trabajo era el siguiente: él recogía muy temprano el correo, volvía a casa dónde su esposa hacía una primera clasificación en dos grupos. En el primero, las cartas urgentes, certificadas y las que ella consideraba que por su aspecto debían de ser entregadas rápidamente: cartas que deducía de amor e invitaciones de boda, agradecimientos y pésames, anuncios de nacimientos, noticias de un hijo o de un novio en el mili, misivas de los emigrantes en Francia o Alemania que a menudo incluían dinero dentro, dinero del que nunca faltó un céntimo. En el segundo, las cartas que podían ser entregadas al día siguiente. Como las primeras eran menos, se repartían rápido. Baldomero volvía a casa, cogía un segundo atado de cartas y otra vez a repartir. Las cartas que no daban tiempo quedaban para el día siguiente y, así, vuelta a empezar día a día, mes a mes, año tras año, sin descanso y sin un solo día de falta al trabajo. Dices que era un poco engorroso, sí claro, pero ya te digo, nunca jamás un error, ni un retraso, ni una queja.
Se ríe mucho ahora Baldomero cuando alguien le pregunta si es verdad lo que dicen por ahí de que nunca aprendió a leer. Sí es verdad, está un poco descuidado, a algunas personas les pasa eso cuando envejecen, se abandonan del todo, se le ha roto la dentadura postiza y dice que no piensa volver a ponerla ahora que es viejo y, por fin, Consolación se ha quitado la faja que la apretaba más que su cojera. Ella sin faja y el sin dientes, menuda pareja. Cuando le preguntan "Si te concedieran un deseo para hacerte feliz..." siempre responde: "Haberme molestado más en aprender a leer en mi momento, perdimos mucho tiempo de querernos memorizando aquel farragoso lenguaje en clave."

2 comentarios:

  1. Pues yo no creo que hayan perdido mucho tiempo de quererse, pues precisamente si no se hubieran querido tanto no les hubiera resultado tan bien su pequeño secreto. Esto sí que es una pareja bien avenida.
    Besos!!

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