Mis abuelos Elena y Arturo, más conocido por Pepe el Vasco. |
Mi abuela Elena también
admiraba como a un nieto a Raúl González. No se perdía
ni uno de sus partidos, cuando el fútbol sólo lo ponían los
sábados por la noche en la 2. Si jugaba Raúl, allí estaba ella
como la mayor futbolera. Era igual que jugará con el Real Madrid que
con la Selección Española. A mi abuela no le tocó ver la salida de
Raúl de la liga española, ni los triunfos de la Roja porque
entonces el olvido ya se la había llevado, pero se lo contamos. Le
contábamos esos triunfos y todo lo que pasaba alrededor. Mi madre le
narraba los acontecimientos o noticias que iban sucediendo,
estableciendo un canal de comunicación entre esta vida y la muerte.
Ella instalada en un paso intermedio entre este mundo y el otro, sin ánimo de
abandonar, ni de rendirse, agotando las fuerzas y los recursos, los
suyos y los nuestros.
Durante el tiempo que
duró su enfermedad murieron la Jurado y la Dúrcal, cambiamos de
Papa, la selección española ganó una Eurocopa y un Mundial y ETA,
por fin, anunció que dejaba de matar. Esta noticia la hubiera hecho
inmensamente dichosa, porque mi abuela estuvo casada con un vasco, el
padre de sus hijos, mi abuelo y conocía de primera mano el carácter
noble de ese pueblo, que no se merecía esa lacra, ni que una gran mayoría de
los españoles les apuntaran con el dedo acusador, declarándoles a
todos ellos culpables de la existencia de la banda asesina.
Pasaron más cosas en nuestras vidas. Casi siete años dan tiempo
para mucho. Fallecimientos, bodas y nacimientos dentro y fuera de la
familia. Algunas noticias, como el matrimonio de mi hermano o el
nacimiento de Hugo, la hubieran llenado de alegría; otras noticias
la hubieran sumido en la más infinita tristeza. Puedo imaginarme
como ella, arrebatada en sentimientos y exagerada en las formas (mis
amigas dicen que en eso yo soy su viva imagen) hubiera puesto el
grito en el cielo al saber la pérdida de sus primas Carmen o
Mari-Luz. Hoy, mi madre, mucho más comedida, mucho más vasca, usa
expresiones idénticas a las que usaba ella y yo, que físicamente
soy más quirosana, soy igual de emotiva, expansiva e histriónica
que ella. Por eso, qué cosa son los genes…
Sufría mucho, era innato
a su carácter, sufría como esposa, como madre, como abuela y como
hermana. Yo creo que sufría un poco por tradición o por costumbre,
pero también disfrutaba enormemente de la vida. Ella acostumbrada a
estrecheces, que no a hambre porque en su casa nunca falto de nada,
que para eso mi abuelo se reinventaba en mil y uno oficios,
disfrutaba como una enana del vino con gaseosa, de un pastel de
Camilo de Blas, un lápiz de labios nuevo, un par de zapatos para
estrenar, pasar una tarde con los suyos o ir con su nieta a merendar
al Rialto. A mi me enseño que para ser feliz hacen falta pocas cosas
materiales, sólo amar y ser amada, querer y sentirse querida.
Su casa siempre estuvo
abierta a mis amigos y en su mesa siempre hubo un sitio para un
invitado imprevisto.
Han tenido que pasar casi
dos años, un año y casi once meses para ser más exactos, para que
yo sea capaz de abrir el baúl de los recuerdos y poder pensar en
ella sin llorar y poder ir hacia atrás en el tiempo y recordar las
cosas que hicimos juntas. Las excursiones cuando yo iba al cole con
las monjas; las meriendas en el Rialto mientras estudiaba la carrera
en el caserón de San Francisco; las veces que fuimos juntas al
teatro, al cine o a la zarzuela; el café negro, hecho siempre de
pota, que a mi me gustaba beber en aquel juego de café diminuto y
tan mono, como de muñecas, que hoy forma parte de mi herencia.
Ha tenido que pasar ese
tiempo y morirse Manolo Escobar, para que yo haya sido capaz de
escribir esto y para devolverle el papel protagonista en la historia
de mi vida. Mi abuela que se merecía todo, se merecía algo así. Un
recuerdo bonito y cariñoso que sé que mis amigas celebrarán,
porque sé que ellas también la quisieron. Mi abuela se merecía
esto y no todo lo que paso. Lo que pasamos, en especial mi madre.
Alguién tenía que dibujar a la Elena verdadera. La Elena que era
capaz de ir al fin del mundo por los suyos. La Elena auténtica,
amante de su familia, cocinera incansable, actriz universal. La Elena
que cantaba mientras tendía. La Elena que fregaba la cocina de
carbón con arena y estropajo. La Elena que yo conocí, la que
conocimos todos. La que queríamos, la que queremos conservar…Al
final de la historia, gracias a Dios, el tiempo te hace ver que las
cosas no son ni tan malas como parecen, ni tan buenas como creemos y las piezas como en un puzzle encajan por fin en su sitio.
Ojala Darío y Jimena el día que ya no esté escriban o por lo menos piensen de mí cosas tan bonitas como tú de tu abuela
ResponderEliminar