Había sido una tarde
fabulosa, una pequeña fiesta familiar en torno a una pequeña tarta
de cumpleaños. Habíamos pasado la tarde celebrando la vida. Una
tarde feliz en un día de verano, de esos en los que la luz
vespertina se cuela entre las cortinas del salón creando una
atmósfera especial. Velas de cumpleaños, risas y canciones la víspera del día
de Santiago. Las familias escriben su historia con esos días
especiales. Pero hacía mucho calor, demasiado, yo estaba
agotada.
Me acosté temprano,
apenas un momento en el telediario para escuchar la noticia: un tren
había descarrilado en Santiago, ya hablaban de víctimas mortales.
Me dormí rápido sobre la cama, con la radio encendida. Me
despejé sobresaltada al escuchar en medio del sueño que ya había al menos treinta y
cinco muertos.
Por la mañana, la cifra
había ascendido a más de 70 y mi primer pensamiento fue que estas
cosas sólo pasan en India. No, ha sido aquí, a pocos kilómetros de
Santiago, ciudad abierta y acogedora que abre sus brazos amorosos a
visitantes, turistas y peregrinos. Ha sido aquí la víspera de una
de las fiestas más importantes y queridas de nuestro país, la
víspera del día Nacional de Galicia, al lado nuestro, en la hermana
Galicia. Y, sí, ha sido en un tren moderno y rápido, en un país con
infraestructuras más o menos decentes, en el primer mundo. En el
tren, medio de transporte cómodo y seguro, que te permite moverte de
forma tranquila y relajada. El tren se convirtió en
verdugo y segó la vida, al menos, de setenta y nueve personas.
Hay cosas en la vida que
damos por supuestas, los pasajeros del Alvia esperaban llegar en hora
a su destino, sus familiares aguardaban también en hora en la estación,
deseando reencontrarse, abrazarse, contarse las novedades de sus
vidas, celebrar las fiestas. Pero otra vez el azar, la mala suerte,
la vida misma que hizo que cogieran ese tren y no otro, que llegaran
a tiempo a la salida, apenas un instante y la muerte, la parca cruzó
implacable el pasillo del tren decidiendo, en un instante, a quienes
quería como trofeos de este viaje en el que unos cuántos sólo
tenían billete de ida.
La noticia nos llenó de
dolor, un dolor que superó fronteras dado el carácter universal de
la ciudad de Santiago. Eran profesores y estudiantes, amigos y Erasmus,
sacerdotes y novios, abuelos y padres, madres e hijos… Viajaban a
encontrarse con los suyos a un bautizo, a una boda, al entierro de una hermana, a ver a su novio…
Iban a continuar escribiendo las historias de sus vidas, las
historias de sus familias.
Cuántos sueños rotos,
frustrados, finalizados de forma abrupta, violentados, violados. Un
dolor que llegó a todos los rincones de España. España entera se tiñó de luto.
Y luego la obscenidad de
la información, la inmediatez más absoluta, el exceso elevado a la
enésima potencia ¿Es necesario esto? El dolor de las familias
retransmitido en directo ¿con qué derecho les robamos su intimidad
para vivir su duelo?
y, por encima de todo, la
solidaridad absoluta del pueblo: sanitarios, bomberos, conductores de
ambulancias, miembros de Cruz Roja, de protección civil, del 112 y
el pueblo. El PUEBLO, los vecinos y voluntarios que tras el impacto
inicial se fueron a la vía a sacar con sus propias manos a los
heridos, a los muertos. Ellos también son víctimas, víctimas del
espectáculo dantesco que tuvieron que vivir. Las imágenes me
llevaban de forma recurrente a la estación de Atocha. Las colas de
gente para donar su sangre. La gente por la vía, ayudándose unos a
otros, lamentado la magnitud de la tragedia, pero sin dejar de
trabajar en el auxilio del otro. La solidaridad en sentido estricto
no entiende de credos, ni de razas, ni de nacionalidades, ni de
filiación.
La verdadera DEMOCRACIA
es esta: el PUEBLO AYUDANDO A LOS SUYOS, sacándolos de entre los
hierros, destripando el tren para encontrar vida entre el horror.
Y ¿los políticos? ¿para
qué los queremos? No los necesitamos, sólo contaminan.
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