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domingo, 28 de julio de 2013

Un mar de lágrimas


Había sido una tarde fabulosa, una pequeña fiesta familiar en torno a una pequeña tarta de cumpleaños. Habíamos pasado la tarde celebrando la vida. Una tarde feliz en un día de verano, de esos en los que la luz vespertina se cuela entre las cortinas del salón creando una atmósfera especial. Velas de cumpleaños,  risas y canciones la víspera del día de Santiago. Las familias escriben su historia con esos días especiales. Pero hacía mucho calor, demasiado, yo estaba agotada.

Me acosté temprano, apenas un momento en el telediario para escuchar la noticia: un tren había descarrilado en Santiago, ya hablaban de víctimas mortales. Me dormí rápido sobre la cama, con la radio encendida. Me despejé sobresaltada al escuchar en medio del sueño que ya había al menos treinta y cinco muertos.

Por la mañana, la cifra había ascendido a más de 70 y mi primer pensamiento fue que estas cosas sólo pasan en India. No, ha sido aquí, a pocos kilómetros de Santiago, ciudad abierta y acogedora que abre sus brazos amorosos a visitantes, turistas y peregrinos. Ha sido aquí la víspera de una de las fiestas más importantes y queridas de nuestro país, la víspera del día Nacional de Galicia, al lado nuestro, en la hermana Galicia. Y, sí, ha sido en un tren moderno y rápido, en un país con infraestructuras más o menos decentes, en el primer mundo. En el tren, medio de transporte cómodo y seguro, que te permite moverte de forma tranquila y relajada. El tren se convirtió en verdugo y segó la vida, al menos, de setenta y nueve personas.

Hay cosas en la vida que damos por supuestas, los pasajeros del Alvia esperaban llegar en hora a su destino, sus familiares aguardaban también en hora en la estación, deseando reencontrarse, abrazarse, contarse las novedades de sus vidas, celebrar las fiestas. Pero otra vez el azar, la mala suerte, la vida misma que hizo que cogieran ese tren y no otro, que llegaran a tiempo a la salida, apenas un instante y la muerte, la parca cruzó implacable el pasillo del tren decidiendo, en un instante, a quienes quería como trofeos de este viaje en el que unos cuántos sólo tenían billete de ida.

La noticia nos llenó de dolor, un dolor que superó fronteras dado el carácter universal de la ciudad de Santiago. Eran profesores y estudiantes, amigos y Erasmus, sacerdotes y novios, abuelos y padres, madres e hijos… Viajaban a encontrarse con los suyos a un bautizo, a una boda, al entierro de una hermana, a ver a su novio… Iban a continuar escribiendo las historias de sus vidas, las historias de sus familias.

Cuántos sueños rotos, frustrados, finalizados de forma abrupta, violentados, violados. Un dolor que llegó a todos los rincones de España. España entera se tiñó de luto.

Y luego la obscenidad de la información, la inmediatez más absoluta, el exceso elevado a la enésima potencia ¿Es necesario esto? El dolor de las familias retransmitido en directo ¿con qué derecho les robamos su intimidad para vivir su duelo?

y, por encima de todo, la solidaridad absoluta del pueblo: sanitarios, bomberos, conductores de ambulancias, miembros de Cruz Roja, de protección civil, del 112 y el pueblo. El PUEBLO, los vecinos y voluntarios que tras el impacto inicial se fueron a la vía a sacar con sus propias manos a los heridos, a los muertos. Ellos también son víctimas, víctimas del espectáculo dantesco que tuvieron que vivir. Las imágenes me llevaban de forma recurrente a la estación de Atocha. Las colas de gente para donar su sangre. La gente por la vía, ayudándose unos a otros, lamentado la magnitud de la tragedia, pero sin dejar de trabajar en el auxilio del otro. La solidaridad en sentido estricto no entiende de credos, ni de razas, ni de nacionalidades, ni de filiación.

La verdadera DEMOCRACIA es esta: el PUEBLO AYUDANDO A LOS SUYOS, sacándolos de entre los hierros, destripando el tren para encontrar vida entre el horror.

Y ¿los políticos? ¿para qué los queremos? No los necesitamos, sólo contaminan.


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