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lunes, 25 de noviembre de 2019

Morir en soledad, una herida abierta que nos desangra.

Érase una vez una sociedad preocupada por el despoblamiento de la España rural que tenía por bandera el objetivo político e irreal de llenar este vacío. Érase una España vaciada donde realmente la ausencia de un anciano generaba más alarma entre los vecinos por ser pocos y porque, siendo pocos, todos conocían de otros costumbres, manías y quehaceres diarios casi litúrgicos. Era más fácil que alguien echara de menos el humo de la chimenea. En la ciudad mientras tanto, desayunaban cada día con fallecimientos de gente mayor en sus casas y el descubrimiento posterior de sus cuerpos. Uno tras otro, los ochentañeros caían como moscas. Intervenían los bomberos para rescatar a personas que vivían solas y accidentadas, sin forma siquiera de levantarse, a los que la carambola del destino, ese que suena de casualidad, permitía ser descubiertos a tiempo. Bomberos que se encontraban a menudo desolados paisajes de hogar. Es lo que tenía estar solo…” 

Estos sucesos tremendos y la preocupación que generan ponen el foco de atención en aquellos que, por elección o por obligación, están en situación vital de soledad. No se trata de estar solos sino de que, además, nadie los echa de menos. Tomar conciencia de esta realidad seguramente pasa porque el Estado Social y de Derecho del que tanto presumimos revise y arbitre más y mejores medidas de vigilancia, protección y estrecha atención a estos ciudadanos, desde el respeto a su soledad e independencia siempre que esta sea elegida, pero mientras tanto, donde no llegué la Administración, igual tenemos que mirarnos en aquella antigua solidaridad vecinal y recuperar el sentimiento más fraternal la comunidad, el sentido de tribu, aquella en la que cada uno de sus miembros tiene un rol y así lo desempeña. Existe un proverbio africano que dice que “para educar a un niño hace falta una tribu entera” porque nadie nos educa para la maternidad, pero tampoco nos educan para envejecer nosotros, ni para acompañar a nuestros ancianos en su caducidad, en su finitud y en su pérdida progresiva de capacidades y cuántas veces, ausencia de sus afectos. Y fíjate que, en estos días por circunstancia personal, he pensado mucho en cómo se arreglaría un anciano en una situación de incapacidad aunque sea transitoria. La soledad no solo se predica pues de lo rural y quizás, sólo quizás, vaciar los pueblos y superpoblar el asfalto tenga mucho que ver con esta ajenidad, falta de arraigo y ausencia de sentimiento de pertenencia al grupo que tanto se da entre los urbanitas que con mucha frecuencia miran/miramos para otro lado ante lo que no nos gusta y entre estas cosas que no nos gustan esta la vejez y su soledad, el no reconocer a los que fueron nuestros. Pero no mirar o mirar sin ver no hace desaparecer los problemas. Y digo yo que a la vuelta de unos años con el alentador aumento de la esperanza de vida, en nuestro país cerca de los 86 años para las mujeres y de los 81 para los hombres, y el desalentador descenso de la natalidad, con las cifras más bajas de nacimientos de los últimos veinte años que se traducen en que a no mucho tardar no habrá quienes sustenten el sistema, las pirámides de población tendrán una lectura de futuro complicada y la preocupación irá mutando, y no serán solo las pensiones las que ocupen conversaciones y tertulias, sino la imposibilidad de encontrar quienes se dediquen a los servicios sociales. Y no será distópica una sociedad en la que no haya manos que cuiden porque cuidadores y dependientes tendrán la misma edad. Creo que si la sociedad moderna pasa por la muerte en soledad, a la luz de lo que estamos viendo, este devenir no me gusta nada y que si el futuro era que nuestros mayores murieran solos sin que nadie, y digo bien, nadie los eché de menos, nuestro futuro es un agujero negro. Cada muerte en soledad es una herida abierta que nos desangra como grupo, como sociedad y como sistema. Algo está fallando. No me toca a mí proponer medidas ni soluciones, dejémoslo a los expertos o, en todo caso, a los políticos (madre mía) pero tenemos que mirárnoslo a no tardar mucho porque sino en pocos meses nadie se pondrá colorao cada vez que salte a las noticias la  momia de un vecino encontrada en el salón de su casa, un vecino, con nombre y apellidos al que nadie echó en falta.

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