Sintió parar su corazón. Se vio a sí misma perdida, rodeada por una densa noblina, indefensa como el ganado sorprendido en el puerto por la tormenta. Se rompió el futuro que construían juntos cuando al llegar la tarde vinieron a avisarlos. Mal presagio si envían a buscar al pariente de un minero. Bajó el suegro, a ella no la dejaron.
Murió por dentro cuando su padre, derrotado y viejo de repente y, tras él, la sombra de la muerte, entraron en la cocina donde esperaba noticias junto a las otras mujeres, su madre y sus hermanas, la más pequeña recien casada también con un minero. Borrachas de café y miedo, poseídas por los peores augurios, solidarias ante lo que se avecinaba.
Y mientras aquella sombra, la de la muerte miserable y traidora, a la que nadie invitó, se coló por cada una de las rendijas de la casa. Cubrió sus azules ojos. Habitó el lecho aún caliente tras la última noche que pasaron juntos, el dibujo de sus cuerpos sobre el colchón, los restos de su amor entre las sábanas. Rondó para siempre la casa, paseándose del lecho a la lumbre, de la lumbre al desván, del desván al horro sin decidirse a abandonarla más. Aquella casa llamada a llenarse de risas infantiles, enmudeció para dejar que el silencio invadiera cada estancia. Se cegaron los ojos de la joven esposa anegados de lágrimas, lágrimas negras como el carbón que creía que él arrancaba de las entrañas de la tierra cuando vinieron a buscarlos. Aquellas paredes, aquellas vigas del techo, aquellas puertas hechas por él mismo que era bueno en todo como lo eran los hombres en la aldea: carpinteros y labradores, canteros y pilares de aquellos humildes hogares. Aquel hogar nunca más fue completo sin su presencia.
La sombra se convirtió en su acompañante allá donde fuera, por los caminos cuando iba a sus quehaceres diarios, la sentía presente al ir a por agua a la fuente, a lavar al lavadero, desde ese mismo instante la mujer valiente que era se convirtió en medrosa. Y fue ella la que tomó las riendas de su vida. Mujer pobre y madre sola.
Con el paso del tiempo recordaba a menudo las palabras de su padre que portador de la noticia solo acertó a decirle que al su José, joven y sano, guapo y arrogante, se lo había robado la tierra para siempre. La mina que cobra su tributo en vidas de vez en cuanto. Alto tributo que nos deja sin hombres. Los pocos que quedaban después de aquella guerra cainita que dividió en dos el corazón de este país. Dos partes que nunca más, desde entonces a hoy, volvieron a encontrarse.
Aquel momento, las frases que su padre no atinó a decirle, el dolor contenido de su hermana pequeña, la cara de su madre, las vidas empeñadas de sus hijos, se tatuaron a fuego en su piel. Su blanca piel que escondía del sol para él y que no volvería a arder con la vida que el hombre encendía con sus caricias.
Se movió dentro el hijo que nacería sin padre. Llamó al grande, testigo desde la escalera que subía al piso. Le cogió de la mano. Y tras las mismas huellas que habían dejado al alba los mineros yendo al pozo, caminaron a buscar el cuerpo muerto del marido amado. Se volvió, tras apenas unos pasos, a buscar la chaqueta que él había olvidado y mientras se arrebujaba en la toquilla negra que había heredado de su suegra, susurró para sí: "Le llevo esto, no sea que tenga frío mientras volvemos a encontrarnos".
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Emotivo, triste, cercano... está escrito con un sentimiento tan dulce que duele al leerlo. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminargracias Abraham. Un beso
EliminarUfff, para un hijo, hermano, sobrino, primo y amigo de mineros cómo yo, todo un latigazo en el alma...
ResponderEliminarEs real, como la vida misma, la historia de mi tía, la hermana mayor de mi padre. Tengo la misma historia pero desde el punto de vista del niño de nueve años, la tengo sin acabar. Gracias por leer y comentar, un saludo
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