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martes, 28 de abril de 2020

He acabado “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes”...



“Te he querido Alesky, te he querido como he podido”.

“Solo piensas en la muerte cuando te mueres, Alesky, solo cuando te mueres, y eso es una tontería, una inmensa tontería. Porque, en lugar de todos sus sueños, la muerte es lo más probable que va a sucederle a un individuo. De hecho, lo único que le va a suceder con toda certeza.”

He acabado “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” de Tatiana Tibuleac editado por Impedimenta. La novela que tiene una edición muy bonita, como todo lo que hace esta editorial, es el diario que a petición de su psiquiatra escribe un artista, enfermo mental y en crisis de creación, en el que recoge las vivencias del último verano que pasa junto a su madre en un pueblecito francés. Su psiquiatra le recomienda repasar ese tiempo para ver si así puede romper su bloqueo creativo. 
Tengo que reconocer que me ha costado dos viajes leer esta novela que me regalaron para mi cumpleaños y que venía avalada tanto por la lectura previa de amigos con los que intercambio recomendaciones y cuya opinión suelo tener en cuenta a la hora de elegir lecturas como por la crítica internacional en general. El bloqueo creativo del protagonista ha coincidido con mi bloqueo lector, suerte que ahora parece que todo está volviendo a su ser a medida que he aprendido a convivir en armonía con el estado de alarma. Y reconozco que además del bloqueo personal, en el primer envite me pareció un libro difícil, sobre todo, porque la autora tarda en conseguir la complicidad del lector. 
Un chaval aparentemente loco de la cabeza acaba el curso escolar y se va con su madre de vacaciones a Francia. Este viaje que altera sus planes de verano cambiará su vida y su destino. El odio, el asco y la repulsión que siente por su madre y que manifiesta constantemente, así como la violencia que parece habitar en el interior de Aleksy te hacen rechazar de plano al protagonista y el planteamiento inicial (yo de hecho aparqué su lectura). La madre parece una pobre mujer que intenta sonreír a la vida como puede, una vida que le ha tocado que no es ni mucho menos de color de rosa: tiene que sobreponerse a un matrimonio roto con un hombre borracho y violento al que no ama, una madre ciega, la pérdida prematura de una hija y un hijo tremendamente problemático como consecuencia de la enfermedad y con el que descubrimos no ha sido especialmente amorosa. Al principio parece que el odio del protagonista por su madre deriva de su propio infierno interior pero a medida que va avanzando la acción de la que Aleksy es el narrador van encajando las piezas de un puzzle en el que nada es lo que parece. Cuando llevas más o menos un tercio del libro leído (si consigues llegar) la historia gira como giran los girasoles y entonces te dejas llevar por la delicada prosa de esta autora moldava-rumana que debuta con esta obra y que seguro que nos traerá nuevas e interesantes lecturas. No hay que contar más porque tenéis que leer el libro, de verdad, si conseguís superar la aversión inicial que provoca el protagonista, os va a encantar. Decir que se trata de una historia de reconciliación sería definir genéricamente algo mucho más concreto. En esta obra hay reconciliación, hay perdón, hay dolor infinito, de ese dolor que nace cuando las pérdidas son irremplazables, hay despertar a la vida, hay drogas y excesos, pero hay mucha poesía como la de la escena del campo de girasoles a donde la madre conduce al hijo para confesarle el motivo de haber viajado hasta Francia a pasar el último verano o en el camino que recorre en bicicleta cuajadas las cunetas de rojas amapolas o cuando se convierte en domador de caracoles, los únicos que, en un momento determinado, parecen prestarle atención. 
“El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” es una novela que pone de manifiesto, una vez más, que cada relación maternofilial es única e irrepetible y que cada madre teje una unión diferente con cada uno de nosotros, sus hijos. 


miércoles, 22 de abril de 2020

Científicos Quirosanos II: Mario Fernández Fraga.

http://lavozdeltrubia.es/2020/04/22/un-quirosano-en-el-equipo-asturiano-que-investiga-el-test-rapido-del-covid-19/

Mario Fernández Fraga (Pola de Lena, 1971) es Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) del Centro de Investigación en Nanomateriales y Nanotecnología (CINN) y Profesor Asociado del Departamento BOS de la Universidad de Oviedo. Es Subdirector Científico y Coordinador del Area de Cáncer del Instituto de Investigación Sanitaria del Principado de Asturias (ISPA). Dirige el laboratorio de Epigenética de Cáncer y Nanomedicina, que también pertenece al Instituto Universitario de Oncología del Principado de Asturias (IUOPA), del Instituto de Investigaciones Sanitarias del Principado de Asturias (ISPA) ubicado en el Hospital Central de Asturias y del Centro de Investigación en Red de Enfermedades Raras (CIBERER) del Instituto Carlos III.
Licenciado en Biología por la Universidad Complutense de Madrid en 1994 y en Bioquímica por la Universidad de Oviedo en 1996. Obtiene su Doctorado cum laude en 2000 en la Universidad de Oviedo con un trabajo sobre epigenética del desarrollo. En 2001 comenzó su etapa postdoctoral en el laboratorio de Epigenética del Cáncer del Programa de Patología Molecular del Centro de Investigaciones Oncológicas (CNIO) como becario Full Bright y en 2005 paso a ser investigador Ramón y Cajal del mismo grupo. En 2006 establece una línea de investigación sobre epigenética, desarrollo, envejecimiento y cáncer. Desde su comienzo como investigador independiente, Mario Fdez. Fraga ha recibido financiación de forma ininterrumpida del fondo de investigaciones sanitarias (FIS) así como de otras agencias de financiación nacionales e internacionales. También es autor de más de 250 trabajos (Índice H 72) publicados en revistas internacionales de genética molecular, medicina, bioquímica y cáncer. Es editor de "Aging Cell", “Clinica Epigenética” y “Cancers” y revisor de varias publicaciones científicas internacionales, revisor habitual de numerosas revistas científicas internacionales, miembro de varias sociedades científicas, revisor habitual  para agencias de evaluación de la investigación nacionales e internacionales y miembro de distintos comités científicos españoles y europeos.
Quirosano por parte de padre (José María de San Salvador), durante su infancia y parte de su adolescencia su vinculación con Quirós es muy estrecha. "De críos íbamos todos los fines de semana a Quirós a ver a mis abuelos Casimiro y Oliva. Muchos de los recuerdos relacionados con el ocio hasta, más o menos, los 18 años están allí. Subíamos a Bárzana desde San Salvador a tomar algo. Estaba totalmente integrado en la sociedad quirosana. De aquellos años guardo buenas amistades, Luis Javier el hijo de Ana Mari, con el que tengo una relación que va más allá de la amistad, como familia, también Julieta, Gigi. Tengo muy buen recuerdo de mis compañeros de andaduras por el monte, de mis vecinos de San Salvador y, cómo no, mantengo muy buena relación con mi familia de Salcedo. Luego uno va creciendo y van cambiando las cosas. Estudiaba y andaba en bici y hubo que elegir entre estudiar o competir. Empecé en la Facultad en Oviedo y marché a Madrid a hacer una especialidad que no había aquí, al volver hice Bioquímica en Oviedo. Con dos licenciaturas, me puse con el Doctorado y volví otra vez a Madrid donde estuve unos díez años".
Mario no sabe muy bien si la investigación le eligió a él o fue al revés: "No tengo idea", nos dice, "cuando era un crío me gustaba mucho, me atraía. La vida es complicada y da muchas vueltas. Hay un factor de suerte, el esfuerzo es muy importante, pero la suerte en un momento determinado puede facilitarte mucho el hacer una carrera investigadora".
Lleva más de veinte años dedicado a la Epigenética. Durante su tiempo en Madrid trabajó en el centro de investigación dirigido por el conocido y prestigioso bioquímico español Mariano Barbacid Montalbán. Desde allí parte de sus compañeros se fueron a Barcelona, Mario barajó las posibilidades que tenía y decidió volver a Asturias, lo que le ha permitido seguir muy vinculado a Quirós. Suele ir con su mujer y sus hijos los fines de semana a comer con su padre y nos cuenta que trae todos los años a los investigadores de su equipo a comer a Bárzana. Alguna vez tuvieron que "reanimar" a algún estudiante extranjero desprevenido despues de una buena fabada o un buen pote de castañas.
Su campo es la Epigenética, a la pregunta de qué es la Epigenética y qué diferencias tiene con la Genética nos responde lo siguiente, "la Epigenética se refiere a unos procesos químicos moleculares que ocurren en el ADN y que sirven para regular lo que ocurre en nuestros genes. Sin estos procesos la vida en organismos superiores no tendría lugar. Estos procesos se ven alterados por el cáncer y el envejecimiento. La Genética por su parte estudia el propio código del ADN. Nosotros estudiamos los procesos químicos que regulan este código. Son cosas diferentes. Los procesos experimentales que usamos son parecidos pero el análisis es diferente. La Epigenética está por encima de la Genética."
Mario cuenta que los avances obtenidos en biología molecular son muy grandes, "el problema está en que la casuística es enorme. En general hablando de biología molecular del cáncer ha habido grandes avances, en algunos tumores como por ejemplo el cáncer de mama se ha conseguido revertir la estadística, pero aún así, algunos hoy en día aún son incurables. No se puede hablar de cáncer como una enfermedad única, cuando nos hablan de cáncer siempre hay que preguntarse ¿cáncer? ¿qué cáncer?"
Preguntado por la importancia de la divulgación de estos avances, nos responde que "efectivamente divulgar es muy importante. El problema es que nosotros hacemos ciencia básica y a veces es dificil explicar al público en general como un descubrimiento básico puede traducirse en un beneficio para la sociedad ya que suelen pasar muchos años desde que se produce el descubrimiento hasta que se puede aplicar en el tratamiento de una enfermedad. Siempre debemos ser cautos. Hasta que no se demuestre una cosa no puedes dar por hecho. Si publicas lo que has conseguido con ratones tienes que transmitir también que para que se pueda aplicar o conseguir con humanos hay que hacer infinidad de pruebas".
A la pregunta de si hay tantos cánceres como individuos, afirma que sí "hay muchos que son parecidos pero no hay dos tumores iguales. El mundo se pregunta si llegará una cura para el cáncer, que llegará, pero lo más importante es que cada día llega la cura para un subtipo de cáncer, la pregunta que hay que hacerse es ¿a qué ritmo vamos a ir curando los distintos tipos tumorales?"
"Cuando hablamos de cuestiones genéticas la gente suele creer que nos referimos a lo que heredamos de nuestros padres, sin embargo hay mutaciones que pueden producirse de forma esporádica durante la vida. El cáncer depende de factores genéticos pero solo un porcentaje pequeño se hereda. ¿Por qué aparecen las mutaciones que provocan el cáncer? Pues aparecen por azar, se generan en cada duplicación del ADN, pero el cuerpo tiene mecanismos para eliminar esas mutaciones pero a veces esto no ocurre y se genera la enfermedad. ¿qué pasa si junto a la generación de mutaciones aleatorias tenemos fenómenos o factores externos (tabaquismo, exceso de exposición al sol, ...)? lo que hacen estos factores nocivos en aumentar el número de mutaciones que aparecen de forma esporádica y ahí estriba el problema".
Mario Fernández es Jefe del Grupo de Epigenética, en el tramo final de esta conversación hablamos de ciencia en Asturias y de financiación. Nos cuenta el importante esfuerzo que se está haciendo a nivel del Principado "la internacionalización de la ciencia es una realidad, nosotros tenemos gente extranjera y colaboramos con universidades y medios científicos internacionales. En estos días sin ir más lejos sale un artículo en la prestigiosa revista Nature. También estamos colaborando con la NASA para estudiar el efecto sobre el organismo de la ingravidez en el espacio. Para ello, vamos a analizar alteraciones epigenéticas en ratones que se van a enviar a la Estación Espacial Internacional. Son cosas que se están haciendo en Asturias y que mucha gente no conoce. A fecha de hoy el 50% de las colaboraciónes son internacionales." Reconoce que la crisis fue complicada "sin embargo, nosotros optamos a proyectos internacionales lo que nos abre vías de financiación alternativas y además crecemos, somos un equipo entre 16 y 18 personas".


sábado, 18 de abril de 2020

Ojalá fuera invierno, allá afuera, no aquí adentro.


Ojalá fuera invierno,
allá afuera y no aquí adentro.
Invierno sin palabras, 
en un silencio de paz que hiele los sentidos, 
no mi Humanidad,
ni la tuya.
Ojalá fuera invierno 
y con el,
un tiempo de escuchar el sonido de la nieve cayendo delicada,
y, uno a uno, los copos depositarse en torno nuestro 
construyendo un muro sin fisuras,
un muro que proteja un Mundo nuevo.
Un muro, 
allá afuera y no aquí dentro,
un muro que vence el sol
y no mazos, 
ni fuerza, 
ni luchas entre hermanos,
ni palabras que hieren dichas a destiempo,
un mundo nuestro.
Ojalá fuera invierno,
un invierno que se viste de novia y se muestra inmaculado ante nosotros.
Un invierno sin manchas
solo la perfecta belleza de la nieve.
Y aquí dentro y no allá afuera,
junto a la lumbre, 
los niños leen,
recortan mariquitas, 
colorean las noches y los días de risas y juegos infantiles, 
sueñan con muñecos de nieve,
esperan salir y encontrarse al invierno que dejaron tras de sí cuando cerraron las puertas de sus casas.
Ojalá fuera invierno
allá afuera y no aquí dentro,
ralentizando un ritmo que no para.
Ojalá fuera invierno,
otra vez,
dar marcha atrás 
y que el marzo pasado me trajera de nuevo la primavera
que me han robado, l
la de este año,
y vivirla,
esta vez sí
allá afuera no aquí adentro.



jueves, 16 de abril de 2020

Diario de un encierro (II)

“Un sinsentido
mecanismo de cuerda
absurda prisa”.

Alegoría del Buen Gobierno, Lorenzetti (siglo XIV)

Y, de repente, nos regalaron todo el tiempo del mundo pero no sabíamos gestionarlo, ni teníamos ganas de hacerlo, ni fuerza para pensar en qué y cómo gastarlo. Y así, pasamos días y días ordenando armarios y cajones, deshaciéndonos de cosas viejas e inservibles, reinventando en bonitos rincones feos de nuestras casas, colocando fotos en álbumes que estaban vacíos o repasando los llenos de recuerdos de una infancia que sentimos cada vez más lejana, siguiendo los programas de fitness de la tele, iniciándonos al yoga (“a ver si con suerte esta noche duermo un poco, porque llevo un mes sin pegar ojo”), aprendiendo idiomas, contabilidad para dummies o asistiendo a programas de cocina. Sin saberlo íbamos llenando una mochila imaginaria de pesadas piedras sin intentar siquiera encontrar lógica a una situación nunca vivida. Teníamos tiempo para ver en bucle nuestra serie favorita (doy fe), desear mudarnos a un pueblo soñado, hacer esa llamada para la que no había tiempo, grabar vídeos más o menos divertidos, sin embargo era imposible leer ese libro para el que nunca había hueco o escribir a la persona que queremos la carta que le debemos. Imposible enfrentarnos a nosotros mismos, imposible hacer ese ejercicio de introspección tan necesario en estos días que nos han tocado vivir.
Y teníamos tiempo para pasar con nuestros hijos, pero teníamos que hacerlo entre las cuatro paredes de un piso tamaño caja de zapatos (sabéis que la mayoría de los inmigrantes de este país tocan a un universo de apenas ocho metros cuadrados por persona). No podíamos escaparnos a la casa del pueblo donde pescaríamos mojaduras y cabezones en la fuente o mojaríamos los pies caminando descalzos sobre la hierba mojada, en el pueblo donde no hay horarios cuando los las horas de luz van ganando la batalla al invierno y los días crecen al ritmo que crece la resiliencia de los niños, nuestros niños. Y crece también la fragilidad de los mayores. Ay, el pueblo donde todo pinta bien a pesar de que todo vaya mal. Explícale a un niño que no puede ir al parque (ni a ningún otro sitio), que no va a ver a sus compañeros de colegio, ni a sus amigos y mientras su cara se viste de tristeza, intenta animarlo y animarte.
Y teníamos tiempo para ver a nuestros padres, pero NO podíamos verles porque “podemos contagiarles y a los niños tampoco podemos llevarles porque son transmisores”. Así que encierra a los abuelos, a aquellos que tienen suerte de vivir independientes y róbales el mes de marzo y el de abril y si eso róbales también parte de mayo y si acaso llévate la vida de un puñado de sus amigos y de sus hermanos, cuñados, esposas y maridos y sí aún no estás conforme arrebátales alguno de sus hijos esos a los que dieron carrera con tanto esfuerzo y tanto sacrificio para que vayan antes que ellos y les allanen el camino que estará abonado de pena y desaliento. Explícales que no pueden despedirse de los que van cayendo en esta batalla que parece ser a contrarreloj. Explícale a un anciano en tiempo de descuento que este año no tiene primavera.
Y teníamos tiempo y teníamos perros a los que sacar a la calle, porque podíamos hacerlo, pero había que hacerles entender que no podíamos pararnos, ni saludar a los colegas del parque, ni olisquear las yerbas del jardín, ni perseguir mariposas que, de repente, han poblado su mundo. Explícale a un perro que hay que ir y volver en el menor tiempo posible y que ya no puede caminar a pesar de que tiene que hacerlo para poder seguir viviendo saludable. 
Y teníamos tiempo y al término del día, muchos de nosotros nos preguntábamos cuándo la ciudad se había convertido en una gigante ratonera, cuanto tiempo más dando vueltas como hámsters en la rueda de la jaula en la que se había transformado nuestra casa, nuestro espacio de confort, el lugar donde nos sentimos seguros, el nido confortable al que volver, mudado en habitación del pánico y entonces un mar de lágrimas y ninguna tabla de salvación a qué agarrarse, al menos, de forma inmediata. La promesa incierta, cada vez más lejana, de que volveríamos a vernos, a reunirnos, a abrazarnos, mientras tanto, viviendo inmersos en un universo paralelo al nuestro en el que no teníamos alas porque nos las habían cortado, ni sueños porque se habían roto, ni casi deseo (de ningún tipo) porque se había borrado, perdimos el deseo al perder la libertad.
Y teníamos tiempo y el tiempo fue sacando lo peor de muchos y entendimos, por fin, que el tiempo siempre, siempre tiene un valor relativo. “Cuándo salga de esta iré corriendo a abrazarte”

https://m.youtube.com/watch?v=B9rfD5WEJXM&feature=youtu.be

jueves, 9 de abril de 2020

Diario de un encierro (I)

“Mudas las voces,
solitario universo
calles vacías”.

Como el diente de león, flexible pero unida a la tierra,
 vestida, pero desnuda a un solo soplo.

Quería compartir con vosotros una reflexión personal acerca de dos temas que llevan muchos días sobrevolando sobre mí. Como en un dibujo animado, sobre mi cabeza una nubecita, no, dos nubecitas dan vueltas sin parar amenazando tormenta. En primer lugar, se trata de lo absoluto del silencio y en segundo, de lo relativo del tiempo, en ese orden, aunque también podría ser a la inversa.

Cada vez que salgo al parque, sobre todo, por las tardes (creo que por las mañanas sigue habiendo demasiada gente haciendo demasiado ruido) escucho el silencio de la ciudad. El eco de este silencio resuena dentro de mí. Me duele no escuchar a los niños, nos han robado sus risas contagiosas y sus juegos coloridos. También me duele no ver a los mayores paseando o descansando al sol que tímido empieza a calentar, con sus sombreros de paja y sus cachabas, charlando con sus amigos desde la serenidad y el sentido común que da la vejez (o que debería dar) o con la rebeldía de quien sintiéndose joven hace tiempo que ha dejado de serlo. Los mayores tienen una perspectiva bastante real de lo que estamos viviendo, que no deja de ser una distopía impredecible e inimaginable, ellos que ayudaron a convertir este país en lo que es, ellos, nuestros mayores, a los que les han encerrado porque este virus les roba la vida como si de una condena a muerte se tratara, sin que le tiemble un ápice a la muerte la mano al firmar sentencias de muerte. Y a los más fuertes les han arrebatado un tiempo tan valioso como irrecuperable. Y mientras observamos expectantes esta nueva realidad el silencio instalado entre nosotros es tan redondo que hasta se puede escuchar la hierba crecer, mecerse las hojas en los árboles y abrirse o cerrarse, dependiendo del día o de la noche, las flores, cortejar a las palomas que ahora son las únicas que habitan el parque. No es algo nuevo para mi. Convivo con el en Quirós, donde paso mucho tiempo sola. Allí lo escucho mientras leo (aunque reconozco que estos días no he podido leer ni una página), pero el de Quirós realmente no es silencio sino ausencia de ruido. Allí en la aldea, la montaña se vacía de sonidos ajenos para ofrecerte con suavidad los propios. Aprendes a reconocer a los animales, las tareas de los vecinos, incluso su andar por los caminos y su forma de moverse, aprendes a amar los cambios de estación, también por sus sonidos. Todo es diferente y, casi siempre, sin que medie la intervención del hombre. Sin embargo, estos días de encierro, el silencio resuena entre el hormigón y el asfalto, los edificios de cemento nos lo devuelven más potente, abriendo heridas que serán difíciles de curar.
Y luego está el otro, el silencio interior, ese al que nadie quiere enfrentarse por temor a escucharse a sí mismo. Ese silencio nos interpela estos días a voz en grito, contándonos cosas que de otra forma no escucharíamos y que, sin embargo, ahora no tenemos más remedio que prestarle atención. Es tiempo de introspección, de hacer lo que a tantos nos horroriza y espanta, es tiempo de enfrentarnos a nosotros mismos y/o de reencontrarnos. Solo nos queda mirarnos a la cara y desde esta soledad, la de algunos soledad con mayúsculas, ver dónde estamos y porqué. He pensado mucho estos días, he valorado que cosas hago mal y cuales quiero hacer bien. No me tengo miedo, me quiero bastante, afortunadamente. Soy feliz con quien soy, no me tengo miedo, pero si tengo miedo al miedo.
Y en medio de esta atmósfera extraña suenan las voces de los vecinos hablando en las calles, ese parloteo a todo volumen también indica que algo está cambiando. La ausencia de contacto nos ha lanzado a charlar por los balcones, me parece fantástico, pero sigo prefiriendo tener al otro frente a mi y poder mirarle a los ojos compartiendo un café o una cerveza. Las confidencias no pueden hacerse a voces, las preocupaciones no pueden tenderse al sol en los tendales, tiene que haber momentos de intimidad, de confidencias y esto  no puede hacerse por el patio de luces ni de ventana a ventana, eso hay que hacerlo de tú a tú.
Tardaremos en recuperarnos, pero lo haremos, estoy segura. Volveremos a encontrarnos y aunque ya nada será igual porque nosotros seremos otros y el miedo se habrá instalado en nuestras casas y en nuestros corazones, volveremos a estar juntos. Saldremos de esta, no sé cómo pero saldremos.