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domingo, 10 de julio de 2016

Estío.

Suena la noche, tras un día precioso, con aventura y desventura incluidas. Escucho lo que me dice su letanía de promesas y alguna que otra reprimenda. Mal uso que hacemos los humanos de este regalo infinito que es la tierra finita.
No es mi estación favorita el verano. Odio los mosquitos y aborrezco el calor, las rozaduras que aparecen por todas partes, las prisas de algunos por aprovechar hasta el último instante los rayos de sol, la obsesión de otros por el moreno. Hace tiempo que renuncie a sufrir por algunas cosas, aún así no me libro de alguna quemadura.
Pero me encantan el olor de la yerba recién segada, el compás de la gadaña en comunión con el segador cortando el silencio, las varas de hierba enhiestas y voluminosas cual comensales satisfechos y panzudos que desde los praos esperan su destino, curar y alimentar al ganado. La luz de las mañanas cuando aún está fresco y el levantar el día entre la niebla. La siesta sin límite ni prisas, con las ligeras cortinas de mi habitación movidas por la brevísima brisa que, de vez en cuando, aparece para aliviar la tarde en los días de sol y calor abrasador (que como las meigas haberlos haylos). Los atardeceres sobre las montañas renovando colores y sensaciones y el abrazo de las rebecas al refrescar. El sonido de los animales en la noche, el vuelo de las golondrinas enseñando a sus crías y entrenándose para partir en breve cerrando un año más su ciclo junto a nosotros. Las competiciones infantiles en el Reguerón en la pesca y captura de cabezones, ropa mojada y madres enfadadas, llenar los calderos, traerlos a casa, liberarlos de nuevo en la fuente. Esquivar las libélulas planeando sobre nosotras cuando equivocan su dirección y las luciérnagas indicándonos el camino de regreso a casa, las lagartijas tostándose sobre el calor de la piedra mejor situada y las abejas en su tarea incesante por la vida. Los voladores y las romerías, las orquestas de pueblo y las verbenas, bailes torpes de adolescentes de manos sudorosas, nervios y primeros besos, algunos robados y otros soñados. Besos que nada tienen que ver con lo que esperas, pero que, aún no siendo lo esperado, abren las puertas del cielo.
Leer a la sombra de un árbol, viajar sin moverme del huerto. Tomar sidra a asgaya, como "pa una boda", como si nos fuera la vida en ellos y no pensar en nada. Vaciar mi mente de crisis reales e inventadas, alejando las propias y las ajenas.


Me lleva a un tiempo, el de las largas vacaciones cuando todavía era estudiante, en el que la vida era más fácil. Solo había que preocuparse de vivir y de dejarse llevar, de planear cosas o apuntarse a las que otros planeaban. Hoy todo es distinto, por eso ahora, mientras escucho la noche y decido si dormir con la ventana abierta o abrigarme, solo puedo proponerme vivir este verano como si tuviera otra vez veinte años, como si fuera el último y como si conservará todas las ganas de comerme el mundo. Por cierto, ¿dónde se quedaron esas ganas?

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